León.
La puerta del apartamento se cerró tras de mí con un suave clic. Un sonido insignificante, pero que cargaba el peso de la desesperación. Diana estaba furiosa, y tenía motivos. Había intentado explicarme, pero mis palabras solo habían avivado sus sospechas. Sabía que detrás de su ira latía algo más profundo: una mezcla de desconfianza y el miedo de perder el control en un caso que había comenzado a desmoronarse.
La situación estaba fuera de control, incluso para mí. Yo, que había aprendido a enfrentar el mundo con la calma calculada de un jugador de ajedrez, ahora sentía que estaba perdiendo piezas sin saber cómo ni por qué. Esa mañana había imaginado algo completamente distinto: quizás una tregua acompañada de un desayuno romántico o tal vez un acuerdo para una cena discreta en algún restaurante acogedor, un respiro en medio de este caos. Pero no fue así. Y, en cierto modo, no podía culparla por desmoronar mis planes.
Había sido un error ofrecer mi oficina para esa reunión. En retrospectiva, parecía casi un sabotaje. Pero esta vez, no había sido planeado. Lorenzo me había llamado tarde, avisándome que Mónica insistía en verlo. Sonaba inquieto, temiendo que su exmujer tramara algo que lo perjudicaría. Sus razones eran vagas, pero accedí, no por ayudarlo, sino por no querer sorpresas. Sin embargo, ahora era yo quien estaba sorprendido. Algo había sucedido, algo lo suficientemente grave como para alterar a Virchow y poner a Diana al borde del abismo.
Mientras caminaba hacia mi oficina, las palabras de Diana resonaban en mi mente: "Nada de lo que haces es neutral, León." Una sonrisa amarga se formó en mis labios. Para ella, yo siempre era el villano, el estratega sin escrúpulos y un manipulador. Y, en muchas ocasiones, tenía razón. Pero esta vez, estaba tan en la oscuridad como ella.
Intenté llamar a Lorenzo directamente para saber qué había pasado en esa reunión, pero no respondió. Aquello no era normal en él. Entonces tomé una decisión: iría directamente al bufete. No podía permitirme la ceguera en un momento como este.
Al llegar, saludé a la recepcionista con un gesto de cabeza, evitando cualquier conversación innecesaria. Mi mente seguía enredada en los eventos de la noche anterior. Al abrir la puerta de la sala de reuniones donde Lorenzo y Mónica se habían encontrado, el espacio vacío me recibió con un aire frío e impersonal. Pero aún quedaban rastros de su presencia: una botella de agua medio vacía sobre la mesa y una hoja de papel doblada abandonada en un rincón.
Me acerqué al papel, más por instinto que por curiosidad y lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta. De repente recordé las cámaras de seguridad en la sala. Había instalado esos dispositivos para proteger la confidencialidad de los casos, pero ahora podrían servir para algo más.
—Marta, tráeme el video de la sala de reuniones —le pedí a mi secretaria al salir de la sala.
—¿Cuál video? ¿El de la reunión entre los Claude? —respondió, levantando la vista de su escritorio con una mezcla de sorpresa y recelo.
—Sí —asentí, cruzándome de brazos—. ¿Los viste llegar?
Un destello de malicia cruzó sus ojos antes de contestar.
—Por supuesto. Fue difícil no hacerlo. Mónica se preparó a la perfección. Llegó con su "equipo de combate".
—¿Equipo de combate? —pregunté, frunciendo el ceño.
Marta soltó una risa sarcástica antes de continuar, deleitándose en los detalles.
—Un vestido blanco, modesto a primera vista, hasta la rodilla. Pero no dejaba nada a la imaginación: un trasero prominente, caderas esculpidas, una cintura tan fina que parecía irreal, y un escote que, aunque discreto, se movía con cada respiración. En una palabra: Mónica parecía una puta cara. Inteligente, claro, pero peligrosa. Hay una raza de mujeres como ella. Exteriormente, parecen reinas de hielo, con una postura impecable y un perfil noble, pero en sus ojos… oh, en sus ojos hay demonios. Y esos demonios prometen placeres que te arruinarán. No es de extrañar que Claude, un soltero empedernido, cayera por ella como un tonto.
Marta hablaba sin filtro, dejando claro su desprecio. No le agradaba Mónica, eso era evidente, y probablemente nunca lo haría.
—Suficiente —dije con un tono más cortante del que pretendía. Marta se encogió de hombros, pero obedeció, dirigiéndose a buscar el archivo de video.
Mientras esperaba, mi mente daba vueltas. No podía ignorar el impacto que Mónica tenía en todos los que la rodeaban. Lorenzo, por lo visto, no confiaba en ella en absoluto. ¿Qué había detrás de esa fachada perfectamente calculada? ¿Qué buscaba con esta reunión? Fuera lo que fuera, yo no podía permitirme más sorpresas.
Cuando Marta regresó con el video en una memoria USB, sentí que estaba un paso más cerca de descubrirlo.
—Aquí tienes. Aunque, si quieres mi consejo, León, estos dos merecen estar juntos de por vida—dijo antes de volver a su escritorio.
Ignoré su comentario y me dirigí a mi oficina. Era hora de saber qué había pasado en esa sala.
En el fondo, Marta tenía razón. Mónica era una mujer hermosa, y sabía perfectamente cómo usar su belleza a su favor. Sin embargo, detrás de ese impecable exterior, las cosas parecían más caóticas en su interior. Después de todo, no era ingenua; sabía con quién se había casado. Lorenzo no era del tipo que pasaría sus días entregado a una sola mujer, y mucho menos a una rutina estable. Saltaría de chica en chica mientras le durara la energía, algo que Mónica debía haber entendido desde el principio. Si hubiera sido más pragmática, podría haber disfrutado de una vida cómoda: veranos en los lugares más exclusivos del mundo, desfiles de alta costura en las boutiques más prestigiosas, y el mantenimiento de su belleza en las mejores clínicas estéticas. Pero, por alguna razón, había elegido meterse en un callejón sin salida, y ahora estaba atrapada en él.
El video mostraba a Mónica sentada frente a Lorenzo, hablando con calma. Él, por su parte, parecía completamente desconectado de sus palabras. Su mirada estaba fija en ella, devorándola con un deseo casi evidente. Podía ver cómo la saliva parecía acumularse en la comisura de sus labios, mientras su cuello palpitaba con una intensidad que delataba la agitación interna. Mónica, por supuesto, jugaba su papel a la perfección: pestañeaba con calculada suavidad, mientras Lorenzo, en sincronía, tragaba saliva y se secaba el sudor de la frente.
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Editado: 22.12.2024