Club "Ilusión"

Capítulo 37. Llamadas del pasado.

León.

Volví a intentar llamar a Lorenzo, pero nuevamente no obtuve respuesta. La frustración comenzaba a acumularse, y marqué el intercomunicador con un movimiento brusco.

—¡Marta! —llamé a mi secretaria, tratando de mantener la compostura, aunque mi tono dejó entrever cierta impaciencia—. ¿Qué está pasando? No logro localizar a Claude. ¿Será que Lorenzo todavía está demasiado ocupado con Mónica como para responder?

—No lo sé, señor, pero no lo descartaría —respondió Marta con un tono seco, pero eficiente, dejando entrever un leve toque de enfado y cortó la comunicación, dejando el intercomunicador en silencio.

Antes de que pudiera entender su brusquedad, la puerta de mi despacho se abrió sin previo aviso. Levanté la vista, con la irritación todavía fresca en mi rostro, pero al verlo, mi ceño se profundizó.

—Papá…

Él entró con su paso firme de siempre, irradiando la autoridad que había usado toda su vida para doblegar a quienes lo rodeaban. Sin esperar mi invitación, cerró la puerta tras de sí y se acomodó frente a mí, como si el despacho también fuera suyo.

—León, este domingo tienes una cena. En la fundación La Esperanza. Estará Miguel…

Solté un suspiro contenido y me recosté en mi silla, frotándome las sienes. Había aprendido desde hace mucho que, cuando mi padre quería algo, rara vez me podía escapar de la conversación difícil.

—¿Otra vez con lo mismo, papá? Ya te lo dije antes: no voy a involucrarme en tus líos con Miguel. —dije, anticipando el tema antes de que continuara. Sabía perfectamente qué venía a exigir.

—Sí, otra vez con lo mismo —replicó sin inmutarse, cerrando la puerta tras de sí como si sellara una tregua obligatoria. — Miguel es un hombre influyente, y establecer un vínculo con su familia sería una oportunidad beneficiosa.

—¿Y qué pasa si no quiero una “oportunidad”? —pregunté, cruzando los brazos—. Estoy ocupado, papá. ¿Te parece poco que me dedique a este basurero que llamas bufete?

Mi comentario provocó una carcajada seca, breve y cargada de desdén.

—¡Basurero! —exclamó, su indignación resonando en cada palabra—. Este "basurero", como lo llamas, te da de comer. Gracias a él estás ejerciendo lo que estudiaste y, más importante aún, te mantuvo a salvo del desastre en el que podrías haberte hundido.

Avanzó hasta mi escritorio, inclinándose lo suficiente como para que su sombra se proyectara sobre mí. Su mirada era intensa, como si pudiera doblegarme por pura voluntad.

—No te estoy pidiendo que robes un banco, solo que hables con un viejo amigo mío. Es lo mínimo que puedes hacer, considerando todo lo que he hecho por ti.

—Por favor, no empieces con esa cantaleta de "todo lo que he hecho por ti". Ya soy un adulto, papá, y no necesito recordatorios semanales de tus sacrificios —respondí con mi voz tensa, mientras intentaba mantener la compostura. Sabía que estas discusiones siempre terminaban con él ganando por mi agotamiento.

Él, como buen estratega, cambió su enfoque. Su tono se suavizó, y una falsa calidez reemplazó la dureza de antes.

—León, si no quieres hacerlo por mí, hazlo por ti mismo. Esto no es opcional; es una necesidad. —Sus palabras, aunque más amables, seguían teniendo un filo inconfundible—. Morcón tiene el poder de desestimar el caso de Robles. Si no lo hace, las cosas se complicarán aún más para tu amigo. Y créeme, no quieres que ese problema termine salpicándote.

Lo observé, buscando algún rastro de sinceridad o si, como siempre, todo era una maniobra para empujarme hacia su agenda. Antes de que pudiera responder, mi memoria me arrastró dos años atrás.

Hugo Robles, el joven alcalde al que había asesorado, era una de esas personas con un carisma natural que podía mover montañas. Idealista hasta el extremo, creía en su misión de limpiar las filas corruptas del partido. Yo había sido su concejero, siempre estaba detrás de sus movimientos, asegurándome de que todo encajara de manera impecable en el tablero político. Pero incluso las mejores estrategias fallan, cuando el destino se desvía del plan. Llegó la pandemia.

La imagen de Hugo, vestido con un uniforme anaranjado en la cárcel, invadió mi mente. Su mirada, antaño llena de determinación, ahora era la de un hombre derrotado.

—Perdóname, León —me había dicho en un susurro, como si le pesara el alma—. Por no escucharte. Por arrastrarte a esto.

Me mantuve más frío, como podía. No había espacio para el sentimentalismo.

—Te lo advertí, Hugo. Esa empresa era una trampa, y lo sabías. Pero aun así firmaste el contrato. ¿Confiaste tanto en tu esposa?

—No había otra opción. Necesitábamos los suministros; la gente estaba muriendo... —Su voz se quebró, y por un momento vi destellos del hombre que había sido antes de que todo se desmoronara.

—Y ahora estás aquí, y yo no puedo hacer nada para ayudarte —respondí con dureza, aunque por dentro sentía el peso de mi impotencia.

Hugo respiró hondo, intentando recomponerse.

—Gracias por todo, León. Sé que hiciste lo imposible… pero ellos son más fuertes. Para ellos, la verdad no importa.

La verdad. Esa palabra que se me antojaba una daga. La verdad era que Hugo había sido traicionado por su esposa, quien escapó con un amante llevándose las pruebas que podrían haber limpiado su nombre. La verdad era que, aunque lo intenté, me había quedado sin recursos. Mi cercanía con el caso me había puesto en el radar, y no podía arriesgarme a hundirme junto a él.

Volví al presente, cerrando los puños mientras intentaba desterrar esas imágenes. Mi padre seguía de pie frente a mí, esperando mi respuesta.

—¿Y qué me garantiza que, incluso si hablo con Morcón, tú no vuelvas en un mes con otra "necesidad"? —le espeté, cruzando los brazos.

—Miguel hará cualquier cosa por su yerno —respondió con una sonrisa calculada, como si ya hubiera ganado.




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