León.
La asociación La Esperanza, sin ánimo de lucro, celebró su fiesta anual con un despliegue de lujo que contrastaba con su propósito. Un restaurante de primera clase, alquilado en exclusiva para el evento; camareros elegantemente uniformados llevando bandejas de aperitivos exquisitos; música en vivo flotando en el aire; y una mezcla de atuendos de diseñador y joyas deslumbrantes que se reflejaban en los espejos dorados del salón. Era un desfile de personas influyentes, algunas genuinamente interesadas en contribuir, otras más preocupadas por establecer contactos estratégicos o cerrar contratos jugosos.
Entre ellos, muchas jóvenes acompañaban a sus padres, esperanzadas en encontrar una pareja “adecuada”. Sin embargo, estas reuniones raramente ofrecían lo que prometían. La mayoría de los jóvenes evitaban participar, siempre con alguna excusa ingeniosa.
Steve, por ejemplo, había ganado su independencia hacía diez años, dejando atrás las expectativas y el dinero familiar, abrió sus propios clubes de interés, que luego, por razones que yo no entendía del todo, estaba transformando en hoteles. Arthur, por su parte, había encontrado una excusa más elegante: un viaje apresurado a Ginebra, supuestamente para preparar los últimos detalles de su boda. Y yo… bueno, yo no había logrado encontrar una razón para negarme.
La verdad es que tenía una excusa perfecta para evitar este evento, pero todo se desmoronó cuando Diana me llamó para cancelar nuestro plan original debido a un imprevisto de último momento. Sin alternativas a la vista y sin ánimo de discutir, terminé aceptando la invitación de mi padre con resignación.
Había, sin embargo, otra razón para mi presencia. Quería hablar con Miguel, miembro del Consejo Supremo. Necesitaba su ayuda para solicitar un nuevo examen de la firma de Hugo en unos documentos que me parecían sospechosos. No podía creer que Hugo hubiera firmado algo así, y sentía que tenía que averiguarlo. Pero mis solicitudes estaban negadas por los enemigos de Hugo.
Por supuesto, no tenía el más mínimo interés en casarme con la hija del juez, como algunos podrían suponer. Pero conversar con Miguel, aprovechar la oportunidad para tantear su disposición, eso sí me parecía interesante. Después de todo, no tenía nada que perder.
Encontré a mis padres en el centro de la sala, rodeados por los socios de mi padre. Entre ellos estaba Miguel. Para ser honesto, sentí un alivio inesperado al verlo solo, sin su familia. Definitivamente, eso simplificaba las cosas.
—Vamos a saludar a tus viejos —dijo Óscar, el hermano menor de Steve, dándome un codazo mientras tomaba un vaso de whisky de la bandeja de un camarero—. Los míos también están por aquí. Seguro que empezarán con el discurso de siempre: “Mira cuántas chicas hermosas y decentes hay en esta sala”. —Imitó la voz y los gestos exagerados de su madre, provocándome una risa contenida—. “Ya es hora de que nos des nietos”.
—Sobre lo de “hermosas y decentes” podríamos debatir —respondí mientras observaba con disimulo al grupo de jóvenes que llenaban la sala con risas ensayadas y sonrisas brillantes—. Con la mitad se podría montar una exposición de arte plástico. Y la otra mitad… bueno, incluso con cinco condones puestos, acercarse sería un riesgo calculado.
Óscar soltó una carcajada que apenas pudo disimular cuando su madre apareció repentinamente frente a nosotros.
—¡Chicos! —exclamó, interceptándonos en el camino con una sonrisa calculadora—. Miren a su alrededor. Hay tantas chicas guapas y decentes aquí. Tal vez alguno de ustedes se anime, ¿ah? Todavía espero tener nietos en esta vida.
—No empieces, mamá —protestó Óscar, rodando los ojos—. Steve pronto te dará nietos.
—¿De quién? —replicó ella con un suspiro dramático, alzando la mirada al techo—. No quiere ni oír hablar de matrimonio.
—Creo que exagera, señora Rain —intervine con una sonrisa diplomática—. He escuchado rumores muy diferentes.
Antes de que pudiera responder, me despedí con un gesto y seguí mi camino hacia mis padres.
—Hola, papá —dije mientras estrechaba su mano y recibía una amistosa palmada en el hombro—. Bonita fiesta.
—Fue idea de las señoras de la orden, ya sabes cómo son —respondió con un gesto amplio, señalando la sala llena de lujo y conversaciones animadas—. Déjame presentarte a un viejo amigo, Miguel Sorolla.
—Señor Sorolla, un gusto volver a verlo —dije, extendiendo la mano—. Ya nos conocimos en la capital. Fui uno de los abogados de Hugo Robles.
Miguel estrechó mi mano con firmeza, sus ojos evaluándome con una mezcla de curiosidad y cortesía.
—Ah, sí, lo recuerdo bien —dijo con una ligera sonrisa—. Fue un caso interesante, aunque no diría fácil. Hugo siempre ha tenido un talento especial para rodearse de complicaciones.
—No podría estar de acuerdo —respondí, manteniendo el tono profesional—. Pero, precisamente por eso, estoy aquí. Creo que hay un detalle en esos documentos que merece una segunda mirada.
Miguel alzó una ceja, claramente intrigado. Dio un sorbo a su copa de vino antes de responder.
—¿Un detalle? ¿Para qué? Robles se declaró culpable. Aceptó todos los cargos.
—Sí, lo sé. Pero hay discrepancias en la firma de Hugo en los documentos, que me resultan... inquietantes. Sé que usted tiene la autoridad para ordenar una revisión.
Miguel inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera valorando mis palabras.
—Interesante. Y dime, ¿tienes pruebas que respalden esa afirmación?
—Todavía no, pero estoy trabajando en ello —dije con confianza—. Necesito tiempo para recopilar más información y, sinceramente, su apoyo podría ser crucial.
Él dejó escapar una ligera risa, más por la ironía de la situación que por el contenido de mis palabras.
—Sabes cómo funciona esto, ¿verdad? En el mundo de la justicia, nada es gratis, ni siquiera una revisión.
—No esperaba que lo fuera —respondí, modulando mi tono para dejar claro que entendía el subtexto implícito—. Pero estoy seguro de que podemos encontrar una manera de que ambas partes obtengan algo positivo.
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Editado: 22.12.2024