Diana.
Sinceramente, observar una velada benéfica rodeada de lujo excesivo, cuyo propósito declarado era recaudar fondos para los pobres, me resultaba irónicamente sarcástico. Sin embargo, entendía perfectamente cómo funcionaba la política. Los dobles estándares eran la norma, y esta gala no era la excepción. Quizás por eso nunca me había sentido cómoda participando en este tipo de espectáculos.
Incluso mi vestido, cuidadosamente elegido por mi madre, era un recordatorio incómodo de esa contradicción: su precio podría alimentar a una docena de niños necesitados. Pero, por supuesto, presentarse en esta sociedad con un atuendo modesto, como un simple traje o jeans, era impensable. Aquí, las apariencias no solo importaban; lo eran todo.
No, no era una ingenua. Sabía perfectamente que los ricos, como la familia de mi madre, vivían en un mundo exclusivo con sus propias reglas, diseñado para mantener su comodidad y privilegios intactos. Pero ese mundo me resultaba profundamente ajeno, casi repulsivo. Quizás el verdadero error de mis padres fue enviarme a pasar los veranos con mi abuelo paterno.
El viejo comunista, con su voz pausada y su mirada llena de convicciones, plantó en mí una semilla que nunca dejó de crecer: el sentido de solidaridad y la creencia en la igualdad. Era idealista, sí, y soñador, pero había algo en su visión que resonaba con fuerza en mi interior. Sus ideas, ingenuas quizá, tenían una pureza que me resultaba infinitamente más atractiva que el pragmatismo frío y el esnobismo vacío de la familia de mi madre.
Mientras miraba a mi alrededor, esta fiesta me parecía un retrato sacado directamente de una escena cortesana, algo digno de los marqueses de Lerma. Pompa, lujo y un afán de ostentación que no buscaba más que reafirmar jerarquías y alianzas. Todo en ella hablaba de exceso y superficialidad, de una desconexión tan profunda con el mundo real que era casi grotesca.
Mi frustración alcanzó su punto máximo cuando, al avanzar entre el gentío, vi a mi padre, muy vivo y enérgico, conversando animadamente con el viejo Carter, un magnate local conocido por su obsesión con el protocolo. No había ni rastro de la enfermedad que supuestamente lo había dejado postrado y ausente de esta gala.
Entonces lo entendí todo: mi madre me había tendido una trampa cuidadosamente orquestada. Esto no era un simple favor ni una casualidad; era una puesta en escena, una presentación formal ante la alta sociedad de la ciudad. Un espectáculo cuidadosamente diseñado para mostrarme como una pieza más en su elaborado tablero de influencias.
La furia comenzó a arder en mi interior. Cada mirada, cada comentario velado que había soportado esa noche cobraba un nuevo sentido. Yo no era una hija acompañando a su madre en un evento benéfico; era un peón en su juego. La sensación de traición era tan intensa que apenas pude contenerme.
—¿Me tendiste una trampa? —le solté a mi madre cuando logré acorralarla junto a una mesa de champagne. Mi tono era bajo, pero lo suficientemente cargado de ira como para que ella levantara la barbilla con aire de superioridad. – Yo confiaba en ti y tú…
—No seas melodramática, querida —respondió, ignorando por completo mi reproche—. Solo queremos ayudarte a conseguir un trabajo mejor. Estas personas necesitan conocerte…
—¿Conocerme? —repetí, incrédula—. ¿Crees que no entiendo lo que estás planeando? Yo dije a ti y a papá, que soy capaz de llegar al éxito solo por mi trabajo y méritos. No necesito su ayuda, porque no quiero pertenecer a este tipo de gente, que digan una cosa, pero hacen la otra.
—Baja la voz —susurró mi madre, frunciendo el ceño con visible molestia, pero yo ya no podía contenerme.
—Tienes que hacerlo, es por tu futuro.
—Mi futuro yo decido yo. No voy a quedarme aquí ni un minuto más —respondí entre dientes con la rabia haciéndome temblar. Sandra tenía razón. Mis padres no me dejan en paz.
—Y también hazlo por tu padre. No puedes renunciar a nosotros. Somos parte de esto, y tú también —insistió mi madre con un tono cargado de reproche. Pero ya no la escuchaba. Mis pasos se dirigieron hacia donde estaba mi padre, que se había separado del grupo de hombres. La intención de enfrentarme a él estaba clara en mi mente.
—Veo que estás muy bien para ser un enfermo. ¿Qué pretendías? ¿Obligaste a mamá a mentirme? ¿Para qué? ¿Siguen con la idea de arrastrarme a la política? —espeté, con un hilo de voz que apenas contenía mi furia.
—No —dijo mi padre con una calma que me enfureció aún más, levantando su copa antes de dar un sorbo pausado—. Solo quería que aceptaras de una vez quién eres. Y que dejes de humillarme dedicándote a…
—¿A qué? ¿A algo que no encaje en tu mundo de apariencias? No me importa lo que piensen estos hipócritas. ¿Sabes qué veo cuando miro esta sala? —Mi voz subió, lo suficiente para atraer algunas miradas furtivas—. Una colección de máscaras bien pulidas, todas fingiendo preocuparse por una buena causa mientras negocian contratos y forjan alianzas. ¡Es asqueroso!
No esperé su respuesta. Sin darle la oportunidad de decir nada más, me giré bruscamente y caminé hacia la salida, apartándome entre la multitud sin importarme las miradas curiosas.
A cada paso, mi enfado crecía, pero también lo hacía una sensación de liberación. No podía soportar ser parte de este circo, y menos aún bajo las órdenes de mi padre. Había dicho lo que pensaba, y aunque sabía que tendría consecuencias, no me importaba. Necesitaba escapar, recuperar el control sobre mi vida y, sobre todo, dejar atrás la asfixiante sensación de ser un personaje en el guion de alguien más.
Cuando llegué a la salida, con el pecho todavía ardiendo de indignación, escuché a mis espaldas una voz familiar.
—¡Diana! ¡Espera!
Me giré de inmediato, y ahí estaba León. Impecable como siempre, con su traje perfectamente entallado y esa mirada que había aprendido a descifrar con el tiempo. Una mezcla de confianza y algo más que siempre me había desarmado. Pero esta vez, esa mirada me golpeó de manera distinta.
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Editado: 22.12.2024