Club "Ilusión"

Capitulo 43. Las dudas.

Diana.

¿Es posible ser más feliz de lo que fui en esos días? Sentía como si a mis espaldas se desplegaran unas alas, ligeras y suaves, impulsadas por una brisa fresca salpicada de hielo. Con León, experimenté una plenitud indescriptible, la certeza de que mi alma estaba completa. La convicción de que él era mi alma gemela, mi destino, mi vida, se fue instalando en mi interior, arraigándose y creciendo hasta formar una capa sólida e inquebrantable. En sus manos, todas mis preocupaciones se desvanecían, y el futuro se dibujaba ante mí con colores vivos y promesas de felicidad.

En el trabajo, todo marchaba sobre ruedas. Los casos parecían avanzar por sí solos en la dirección correcta, resolviéndose sin dificultades, con victorias sencillas en los tribunales o, en muchas ocasiones, sin siquiera llegar a juicio, concluyendo con la firma de acuerdos amistosos. Por eso, hoy guardé con orgullo en el archivo la carpeta con el caso de custodia resuelto a favor de una madre, a quien un padre negligente intentó arrebatarle a sus dos hijos durante el proceso de divorcio.

—Diana, ¿tienes un minuto? —Rosa, mi secretaria, asomó la cabeza por la puerta.
—Sí, claro. Entra.

Rosa cruzó el umbral con cierta vacilación, como si no estuviera segura de cómo abordar el tema.
—He oído rumores... —empezó, titubeando—. Dicen que estás saliendo con el joven Marchand.

Supe de inmediato a dónde iba la conversación, y mi cuerpo se tensó involuntariamente, sintiéndome de pronto como si estuviera en el banquillo de los acusados.
—Sí, estamos saliendo —respondí, intentando sonar firme.

—¿No te preocupa nada? —continuó Rosa, ahora con más seguridad—. Es de la compañía rival. Llevamos años luchando por los mismos clientes, y no siempre de forma... limpia. Ya sabes.

—Créeme, Rosa —intervine, manteniendo un tono profesional—, en el trabajo no hay conflictos. Ni siquiera discutimos sobre los casos que llevamos. Respeto las políticas de la empresa y, además, firmé el acuerdo de confidencialidad sobre secretos comerciales.

No entendía por qué Rosa se tomaba tantas libertades para entrometerse en mi vida personal, pero aun así sentía la necesidad de justificarme.

—¿Lo vuestro va en serio? —insistió, con una mirada que parecía debatirse entre la preocupación y el escepticismo.

—Nos amamos —solté de golpe, como si al decirlo más rápido pudiera suavizar su impacto. Cerré los ojos un instante, avergonzada de mi propia reacción.

—Perdóname por meterme donde no me llaman —respondió ella, en un tono más suave—, pero con las ambiciones del viejo Marchand, dudo mucho que acepte la elección de su hijo. No me malinterpretes, Diana. Eres una abogada excepcional, una mujer hermosa y, sobre todo, una buena persona. Pero dudo que seas la opción que él aprobaría.

Sentí cómo el nudo en mi garganta se hacía cada vez más difícil de disimular. Apoyé las manos sobre la mesa, aferrándome con fuerza para no perder el control.
—León no cederá ante los deseos de su padre. Él me ama —dije, mi voz apenas contenida. Tomé aire, tratando de recuperar la compostura—. Rosa, ¿podemos dejar de hablar de mi vida privada durante el horario de trabajo? Te agradezco que te preocupes, pero este asunto es mío.

Rosa asintió en silencio, y tras unos segundos incómodos, salió de la oficina sin decir más. Me quedé sola, con la sensación de que, a pesar de mi respuesta, una sombra de duda había quedado suspendida en el aire.

Desde ese momento, no pude apartar de mi mente la pregunta que me atormentaba: ¿serían los sentimientos de León lo suficientemente fuertes como para resistir la presión de su padre? Una sombra de duda se cernía sobre mí, oscureciendo cada rincón de mi confianza. León era firme, sí, pero ¿hasta qué punto podría sostener su posición, cuando el hombre que había guiado su vida, que manejaba los hilos de su futuro, pusiera todo su peso en contra?

Sabía perfectamente lo difícil que era para mí defender mi postura frente a mi propio padre, pero, a diferencia de León, yo no tenía a nadie más cuya suerte dependiera de mis decisiones. No cargaba con el peso de un amigo en apuros ni con una conciencia atormentada. Mis actos solo afectaban mi propio destino, y eso, aunque duro, me daba una libertad que él no tenía.

No podía dejar de pensar en Hugo, en lo mucho que León se preocupaba por él, un amigo cuya situación parecía ocupar un lugar profundo y vulnerable en su corazón. León nunca me lo había dicho abiertamente, pero percibía cierta culpa en sus palabras, cuando hablaba de él, como si cargaba con la imposibilidad de ayudarlo lo devorara poco a poco. La influencia del aquel hombre misterioso y su inmenso poder, que podría ser la llave que liberara a Hugo de sus problemas... ¿podría León rechazar esa ayuda? ¿O sacrificaría lo nuestro para redimir su conciencia?

Durante el resto del día, mi mundo comenzó a desmoronarse lentamente. Era como si los engranajes de mi mente se hubieran atascado, incapaces de funcionar con claridad. Cada párrafo que intentaba leer se difuminaba, cada documento sobre mi escritorio parecía una pared infranqueable. Los correos quedaban sin respuesta y las llamadas sin atender. Mi cuerpo también comenzó a ceder: el peso del cansancio, el temblor en mis manos y la opresión en el pecho. Era como si todo mi ser estuviera al borde de un colapso inevitable.

Me repetía, una y otra vez, que debía confiar en León. Pero la voz de la razón apenas lograba amortiguar el estruendo de mis inseguridades. ¿Era amor lo que sentía por mí, o apenas un espejismo, una pasión momentánea que pronto se desvanecería? ¿Era lo suficientemente fuerte como para enfrentar la tormenta que se avecinaba? Y si no lo era... ¿qué sería de mí?

Llegué al restaurante donde León me había invitado sin apenas darme cuenta del camino recorrido, como si mis pies me hubieran llevado allí por inercia. Me detuve frente a la puerta, respirando hondo en un vano intento de recomponerme, pero el nudo en mi garganta apenas me dejaba tragar. ¿Cómo podría ocultarle la desesperación que sentía? Las lágrimas amenazaban con desbordarse en cualquier momento. Una parte de mí quería girar sobre mis talones y huir, alejarme de la incertidumbre y del miedo que comenzaba a paralizarme.




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