León.
Diana entró al restaurante con pasos vacilantes, sus ojos recorriendo el lugar con una inquietud palpable. Al cruzar la puerta, un sonido fuerte proveniente de la cocina la hizo encogerse ligeramente, como si un resorte invisible hubiera tensado cada músculo de su cuerpo. Parecía que el hábito reciente de escondernos, de ocultar nuestra relación y de suprimir cualquier muestra de afecto en público, había comenzado a desgastar su ánimo. Su fragilidad era evidente, como una copa al borde de desbordarse.
—Relájate, muñeca, —murmuré, deslizándome a su lado y dejando que mi mano trazara un sendero reconfortante por su espalda—. No voy a atacarte ni a devorarte aquí, aunque, créeme, tengo muchas ganas de hacerlo. Pero, por ahora, nos limitaremos a cenar.
Intenté arrancarle una sonrisa, pero su rostro apenas se suavizó. Se sentó con movimientos mecánicos, retorciendo la servilleta entre sus dedos mientras su mirada evitaba la mía. Cuando llegó su plato, comenzó a triturar las verduras y el bistec, más como una válvula de escape que con intención de comer.
—Escucha, León… —dijo de repente con una voz temblorosa, como si cada palabra costara arrancarla de un lugar profundo—. Necesitamos frenar. Dejar todo como estaba.
Levanté una ceja, sorprendido, pero ella continuó, sus palabras estaban saliendo en un torbellino de miedo y ansiedad.
—Tu padre tiene conexiones e influencia en esta ciudad. Él… él podría arruinar mi carrera, —balbuceó, evitando mirarme mientras desmenuzaba su comida hasta convertirla en pequeños fragmentos irreconocibles—. Y ya tengo suficientes problemas con mis padres como para sumar otra batalla.
Sus palabras estaban cargadas de una mezcla de miedo y resignación, como si estuviera debatiéndose entre lo que deseaba y lo que consideraba inevitable. La mujer fuerte y decidida que conocía ahora parecía atrapada en una tormenta de inseguridades, y yo podía sentir cómo ese peso la estaba aplastando poco a poco.
¿De qué demonios está hablando? ¿Qué carrera ni qué preocupaciones, cuando estoy aquí ofreciéndole todo de mí? ¿Qué tiene que ver mi padre con lo que somos, con lo que hemos construido? Estoy yo, está ella, hay algo increíble entre nosotros… una conexión profunda, un deseo que va más allá de lo físico. O al menos eso creía. Pero ahora, esas certezas se tambaleaban.
¿Es solo mi imaginación llevándome demasiado lejos? ¿He malinterpretado todo? ¿Confundí su voz entrecortada con un exceso de sentimientos? ¿Tomé su manera de arquearse, de responder a mis caricias, como una señal de que necesitaba algo más profundo? ¿Y esa tristeza en sus ojos al despedirnos, la atribuí erróneamente al deseo de estar siempre juntos? ¿He proyectado en ella un amor que solo existe en mí?
La duda, insidiosa y cruel, me carcomía mientras me armaba de valor para preguntar lo que realmente quería saber. Las palabras salieron con un peso que parecía hundir el aire entre nosotros.
—Dime la verdad, Di, —le dije cargado de una mezcla de miedo y esperanza—. ¿Qué está pasando entre nosotros?
Ella me miró, pero no con la intensidad que esperaba, sino con una incertidumbre que dolía más que cualquier rechazo.
—¿Sexo sin obligaciones? —preguntó, con un tono dubitativo que me golpeó como un balde de agua fría.
Su respuesta flotó en el aire como un eco amargo, destrozando la imagen que había construido en mi mente. Por un momento, el mundo se quedó en silencio, y todo lo que había dado por sentado se tambaleó, dejando solo un vacío abrumador.
—Se convirtió en algo más hace mucho tiempo, —respondí con una firmeza que ocultaba el temblor de mis propias dudas—. Pero dime, ¿qué sientes por mí?
Diana levantó la vista del plato, en el que los restos de lo que había sido una obra maestra culinaria ahora yacían desordenados. Su expresión era una mezcla de sorpresa y cautela, como si tratara de encontrar las palabras correctas en medio de un torbellino de emociones.
—¿Y tú? —replicó con un tono suave pero inquisitivo, buscando en mí una respuesta que ya había comenzado a revelar.
Tomé aire, preparándome para abrirme por completo, sin filtros ni reservas.
—Pasión y deseo cuando pienso en ti. Melancolía y malestar cuando no estás cerca. —Mi voz se llenó de honestidad mientras sostenía su mirada—. Siento ternura y admiración cada vez que te veo. A tu lado, es como si una dolorosa necesidad se apoderara de mí: quiero apretarte entre mis brazos, echarte sobre mi hombro y esconderte de todos, para que ninguna mirada ajena te toque.
Tomé sus manos entre las mías, mis pulgares acariciando suavemente su piel.
—Eso, Diana, se llama amor. Y no entiendo cómo, en tan poco tiempo, te convertiste en mi segunda piel, en algo tan esencial para mí que ni siquiera puedo imaginarme sin ti.
Ella me miró largo rato, sin decir una palabra. Pero vi cómo sus hermosos ojos brillaban con lágrimas que amenazaban con caer. Un silencio cargado de emociones se extendió entre nosotros, tan frágil como el cristal, y por un instante, creí que su respuesta sería tan poderosa como mis sentimientos.
—¿Qué está pasando contigo, Di? —pregunté al fin, mi voz era suave pero directa, necesitando desesperadamente saber qué guardaba detrás de ese silencio y esas lágrimas.
—León… —suspiró Diana mientras tomaba un sorbo de agua, claramente tratando de calmarse y ordenar sus pensamientos—. Tengo sentimientos no menos intensos hacia ti, pero tengo miedo. Miedo de que mi piel se fusione contigo, como dijiste, y que luego, si algo sale mal, será muy doloroso arrancarla con sangre. Tengo miedo de que un día me eches de tu vida, dejándome con el corazón roto. Tengo miedo de no poder soportar la presión de tu padre.
Se detuvo por un momento, bajando la mirada hacia sus manos, que jugueteaban nerviosamente con el vaso.
—No nos apresuremos con mi mudanza a tu apartamento. Comencemos de nuevo, de forma más tranquila. Saldremos más, pasaremos más tiempo juntos y, al mismo tiempo, dejemos un espacio para maniobras, si las cosas no salen como esperamos. No hay necesidad de desafiar ni enojar a tu padre desde el principio. Quizás, si le damos tiempo, acepte nuestra relación de forma gradual.
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Editado: 22.12.2024