León.
Estaba en un estado de euforia absoluta. Acababa de encargar un anillo para mi amada Diana, un símbolo de lo que ella significaba para mí, y mi mente ya estaba trazando los detalles de nuestro primer viaje juntos a París. ¿Qué otro lugar podría ser más perfecto para una propuesta de matrimonio? La idea tenía un toque de cliché, lo admito, pero también un encanto irresistible. Al fin y al cabo, toda mujer guarda en su interior algo de aquella niña que alguna vez soñó con momentos románticos, como si fueran sacados de un cuento de hadas.
Sabía que Diana no era la típica mujer que se deslumbrara con gestos ostentosos, pero confiaba en que la esencia del momento la conmovería. Podía imaginarla claramente: su risa mezclada con sorpresa, la luz en sus ojos al darse cuenta de lo que estaba pasando, y ese instante en el que la emoción la inundaría por completo. Estaba seguro de que mi Diana, mi increíble, fuerte y maravillosa Diana, se perdería en esa alegría, tanto como yo ya lo estaba en mi amor por ella.
Mi buen humor se desmoronó al instante cuando mi padre apareció en el umbral de la oficina. Su rostro era una máscara de gravedad, y no hizo falta que pronunciara una palabra para que entendiera de inmediato el motivo de su visita. La conversación que había estado evitando durante semanas, incluso meses, estaba a punto de suceder.
En el fondo sabía que debería haber puesto fin a esta situación desde hacía tiempo. Debería haberle dejado claro mis puntos de vista sobre el matrimonio concertado y la vida que planeaba para mí. Pero, como siempre, había postergado el enfrentamiento, esperando ingenuamente que el problema se resolviera por sí solo.
Hugo, claro está, era mi amigo, y su destino realmente me preocupaba. Sabía lo mucho que estaba en juego para él, pero no estaba dispuesto a arruinar mi vida para satisfacer las expectativas de mi padre.
Además, todavía albergaba la esperanza de encontrar a Alice, la esposa de Hugo, quien podría aportar claridad sobre lo ocurrido y, con suerte, recuperar los documentos que probaban que los fondos del gobierno no habían sido desviados a cuentas en un banco panameño, sino destinados a la compra de equipos médicos. Aunque la empresa había resultado ser un fraude monumental, al menos el dinero podría considerarse perdido por mala gestión en lugar de corrupción, lo que permitiría recalificar las acusaciones.
Mientras mi padre cruzaba la oficina con su mirada inquisitiva clavada en mí, sentí cómo la tensión comenzaba a apretar mi pecho. El enfrentamiento era inevitable, pero esta vez estaba decidido a no ceder. Mi vida, mis decisiones y mi amor por Diana no serían sacrificados en nombre de los juegos de poder de nadie, ni siquiera de mi propio padre.
—Bueno, hijo, es hora de saldar tus deudas. —El permiso para examinar la firma de Hugo aterrizó en la mesa con un golpe seco mientras mi padre se desplomaba en la silla frente a mí. Su mirada era fría, calculadora, como la de un cazador que acaba de acorralar a su presa—. Ahora te toca a ti. El próximo sábado irás al aniversario de Miguel y, como le prometiste, conocerás a su hija.
Apreté la mandíbula, conteniendo el impulso de levantarme y marcharme de inmediato.
—No puedo ir el próximo sábado. Tengo otros planes, —respondí con un tono tan firme como podía reunir bajo su implacable mirada—. Además, estoy con otra mujer, la amo.
Mi padre no se inmutó. Al contrario, su expresión se transformó en una sonrisa insidiosa, grasienta, como si hubiera estado esperando esa respuesta.
—Si crees que puedes prometer algo y luego romper tu palabra, —dijo, tamborileando los dedos con estudiada lentitud sobre el reposabrazos de la silla—, estás muy equivocado.
Su tono era tan gélido como calculado, y cada palabra llevaba consigo una amenaza implícita. Se inclinó ligeramente hacia adelante, como un abogado que presenta pruebas irrefutables ante un jurado.
—La firma de Miguel no está en ese permiso. Y para que aparezca, es necesario que estés en el aniversario. —Pausó, dejando que la información se asentara antes de continuar con una voz cargada de satisfacción—. Fui yo mismo quien le aconsejó este enfoque. Si estás tan seguro de que la firma en los documentos bancarios de Hugo es falsa, todo lo que tienes que hacer es llevarlo a juicio. Pero para eso, Miguel deberá exigir una revisión del caso. ¿Te imaginas cuánto trabajo y problemas le costará eso? —Se detuvo, observándome con ojos afilados—. ¿O acaso has olvidado que Carter está detrás de todo esto? Créeme, él no tiene ningún interés en que Robles esté libre.
Cada palabra era un golpe calculado, un recordatorio de lo profundamente entrelazada estaba mi vida con los planes de mi padre. Mi mente corría frenética, tratando de encontrar una grieta en su lógica, un escape a la red que me había tendido. Pero sus palabras no solo eran amenazas; eran realidades con las que sabía que tendría que lidiar.
—¿No puedes, por una vez en tu vida, actuar como un ser humano, padre? —Lo miré fijamente, dejando que mi expresión dejara claro todo lo que pensaba de él en ese momento. No había necesidad de palabras adicionales; mi desprecio hablaba por sí solo.
—Nunca lo he hecho, y no tengo intención de empezar ahora, —respondió con brusquedad, sin parpadear siquiera ante mi desafío—. He escuchado que la madre de Hugo está muy delicada de salud. No es de extrañar que su enfermedad haya empeorado después de todo lo ocurrido. Veinte años de cárcel son una condena devastadora. ¿Sabes? La liberación de su hijo podría ser el aliciente que necesita para recuperar el ánimo y aceptar tu ayuda.
Su indiferencia se clavaba en mi pecho como un cuchillo. Olga, la madre de Hugo, había sufrido su primera crisis tras escuchar la sentencia de su hijo. Poco después, le diagnosticaron insuficiencia cardíaca y le urgía una operación. Sin embargo, rechazó rotundamente cualquier ayuda que intenté ofrecerle, a pesar de mis mejores intenciones. Su negativa, motivada por un orgullo inquebrantable y su firme decisión de no deberle nada a nadie, no hacía más que agravar su situación. Mientras su corazón clamaba por una intervención médica urgente, ella insistía en esperar un tratamiento gratuito que nunca parecía llegar. Sospechaba que no se trataba solo de su salud física; algo más profundo había cambiado. Había perdido las ganas de vivir. Porque, al final, veinte años son demasiados años.
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Editado: 22.12.2024