Diana.
Miré las dos líneas del test de embarazo, y mi mente se quedó en blanco. No sabía si reír o llorar. Mis manos temblaban ligeramente mientras sostenía el pequeño dispositivo que ahora parecía el juez implacable de mi futuro. ¿Cómo podía haber pasado esto? León y yo siempre habíamos tomado precauciones, siempre. ¿Había sido una falla de las estadísticas, una de esas posibilidades infinitesimales que terminan en desastre? ¿En qué momento ocurrió el error?
Me forcé a analizarlo con lógica: quizás el test estaba defectuoso. Tal vez el segundo trazo era apenas una sombra, un error de impresión. “Esto no es definitivo”, me repetí mientras trataba de convencerme a mí misma. Pero esa ilusión se desmoronó rápidamente cuando un nudo se apoderó de mi garganta y corrí al baño, dejando atrás cualquier intento de racionalidad. Mi desayuno regresó en un violento torrente que apenas me permitió sostenerme sobre el lavabo. ¿Era esto una intoxicación alimentaria? ¿Un virus? Intenté desesperadamente aferrarme a cualquier explicación lógica que no incluyera la palabra "embarazo". Esto simplemente no podía estar sucediendo.
Pero si lo estaba… ¿qué significaba para mí? Pensé en mi carrera, en mis proyectos, y en León. ¿Cómo le diría algo así? Su imagen surgió en mi mente: el León práctico, siempre controlado, siempre buscando soluciones. ¿Qué diría si le contara que estaba embarazada? ¿Lo vería como un obstáculo, como un problema que debía ser manejado? ¿Y yo? ¿Estaba preparada para esto? La idea de un hijo me parecía tan lejana, tan fuera de lugar en mi vida actual, que no podía siquiera imaginar cómo encajaría en el caos que ya estaba tratando de manejar.
Decidí concertar una cita con un médico para salir de dudas de una vez por todas. Apenas levanté el teléfono, un timbre fuerte me sobresaltó y lo dejé caer de inmediato.
—Hola, hija —escuché la voz de mi padre en cuanto recogí el teléfono y acepté la llamada.
Su tono era sorprendentemente alegre, una actitud que no encajaba con nuestra última bronca durante un evento benéfico en la asociación “La Esperanza”.
—Hola —respondí de manera seca, dejando clara mi falta de entusiasmo.
—¿Se te ha olvidado que el sábado es mi aniversario? Prometiste estar allí —me recordó con suavidad, pero su insistencia estaba implícita.
—No, no lo he olvidado. Pero tampoco tengo intención de asistir a una reunión de completos desconocidos para hacer el papel de política en ciernes.
—Cariño, ya entendí que no quieres involucrarte en política. Y si tu vocación es la abogacía, no voy a seguir tratando de convencerte de lo contrario —dijo de forma inesperadamente tranquila. Su tono era tan conciliador que me desconcertó—. Tu mamá y yo, nos dimos cuenta de nuestro error. Perdónanos, hija, creímos equivocadamente que tu deseo de ser abogada era una simple rebelión adolescente.
—¿Ah, sí? ¿Y cuándo os iluminasteis con esta epifanía? —pregunté, sin ocultar mi escepticismo.
—Créeme, tu felicidad siempre ha sido nuestra prioridad —respondió con un tono cariñoso que parecía genuino—. Pero, por favor, ven al aniversario. Mamá está muy preocupada y nerviosa desde aquella noche... y ya sabes que te queremos.
Suspiré.
—Está bien, iré... —accedí finalmente. Antes de que pudiera responder, añadí con determinación—: Pero quizá no vaya sola.
—¿No irás sola? —repitió mi padre, sorprendido.
—No. Iré con mi prometido.
—¿Prometido? —su incredulidad quedó clara en su tono.
—Sí. Vosotros insististeis tanto en que conociera a alguien decente... así que iré con él.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea, seguido por un grito de alegría.
—¡Qué noticia tan maravillosa! —exclamó él con entusiasmo—. Este será el mejor regalo que podrías darme, hija.
Cuando colgué el teléfono, los pensamientos sobre un posible embarazo se desvanecieron como si nunca hubieran existido, pero en su lugar surgieron otros, más oscuros y perturbadores. Conocía demasiado bien a mis padres para aceptar que hubieran renunciado tan fácilmente a su afán de controlar cada aspecto de mi vida. ¿De verdad habían cambiado de opinión de manera tan repentina? ¿Por qué el tono de mi padre parecía tan conciliador, tan diferente del habitual juicio frío y manipulador que solían emitir sobre mis decisiones?
Mi padre hablaba de errores y arrepentimientos, pero las palabras son fáciles de decir, especialmente para alguien como él, que sabía cómo utilizarlas como armas. ¿Era su disculpa genuina, o era parte de un juego mayor?
No podía evitar preguntarme si todo esto era una estratagema. ¿Qué tipo de sorpresa podría estar esperándome en el aniversario? ¿Y si esto era solo una fachada para manipularme de nuevo? ¿Estaban intentando tenderme una trampa? ¿Preparar el terreno para un ataque más sofisticado? Me sentía como si estuviera caminando hacia un escenario desconocido y una inquietud punzante se instaló en mi pecho. Tenía que avisar a León sobre posible juego sucio de mis padres.
Marqué el número de León, decidida a advertirle sobre la verdadera naturaleza de mis padres. Quería que entendiera que no eran personas simples ni transparentes, sino maestros en el arte de la manipulación, capaces de jugar con las emociones de cualquiera para lograr sus objetivos. Pero cuando contestó, algo en su tono apagado y distante me detuvo.
—Lo siento, Diana, pero hoy no podremos vernos. Tengo que ir urgentemente a la capital por un asunto importante —dijo con una indiferencia que me desconcertó.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, intentando descifrar la emoción detrás de su voz.
—La mamá de Hugo está en el hospital, y necesito estar con ella —respondió, directo, pero sin emoción evidente. Luego añadió—: Lo siento, pero esto es importante para mí.
Su mención de Hugo y su madre me hizo tragar el impulso de insistir. Podía sentir que este tema le tocaba profundamente, más de lo que probablemente quería admitir.
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Editado: 22.12.2024