Club "Ilusión"

Capitulo 47. La decisión difícil.

León.

Hugo estaba sentado frente a mí, su figura hundida en una silla desgastada. Alguna vez había sido el hombre más joven en ocupar la alcaldía de la capital, un líder carismático cuya voz resonaba con fuerza en mítines y debates. Tenía un aire magnético, una mezcla de juventud y determinación que hacía que incluso sus detractores reconocieran su capacidad para mover multitudes. Ahora, ese mismo hombre parecía una sombra de lo que fue. Su rostro estaba demacrado, sus ojos hundidos y apagados, con ojeras que hablaban de noches interminables de insomnio y resignación. La ropa que llevaba colgaba de su cuerpo como si no le perteneciera, un reflejo de su indiferencia hacia todo.

—No malgastes tu energía ni el tiempo de los especialistas. Tienen suficiente trabajo que hacer sin mí —dijo Hugo con una voz plana, carente de toda emoción.

Era difícil creer que este hombre alguna vez había comandado aplausos con una sola palabra. Ahora hablaba como si estuviera vaciando las últimas gotas de voluntad de su alma.

—Si te hace sentir mejor, te diré que las firmas no son mías —añadió, sin siquiera mirarme.

—Entonces, ¿por qué admitiste lo contrario? —pregunté, incapaz de contener mi frustración—. ¿Por qué no exigiste un examen en aquel entonces? ¿Por qué te declaraste culpable de todos los cargos?

Hugo levantó la mirada, pero sus ojos no mostraban ni rastro del fuego que una vez los habitó.

—Porque entonces… estaba pensando en mi esposa —admitió, dejando caer las palabras como si pesaran toneladas.

—Bien —respondí, aunque no podía ocultar mi incredulidad—. Pero ahora, ¿por qué no quieres que se reabra el caso?

—Porque para mí ya se acabó todo—respondió con una apatía que me revolvió el estómago.

—¿Qué pasa con tu madre? —exclamé, sin poder contener la rabia que hervía dentro de mí—. ¡Sabes que está en el hospital, pero se niega a aceptar mi ayuda porque no quiere vivir sin ti!

—Es su decisión —respondió, encogiéndose de hombros como si no le importara.

—¡Maldita sea, Hugo! ¿Qué te pasa?

Él esbozó una sonrisa torcida, amarga, casi burlona.

—Nada. Absolutamente nada. Y eso es genial. Dejé de sentir. Es más fácil así.

—¿Fácil? ¿Para quién? —repliqué con furia—. ¿Para tu madre? ¿Para mí? ¿Para Alicia? Porque te aseguro que, cuando la encuentre, le exigiré que testifique a tu favor.

Por primera vez, algo cambió en su expresión, pero no era lo que esperaba. No era esperanza ni gratitud. Era algo mucho más oscuro: rechazo.

—No. No quiero —dijo, tajante—. Déjame en paz. Ella me advirtió que la guerra es una tarea ingrata. No la escuché y perdí.

—Hugo…

—No vuelvas más, León. No hay necesidad —me interrumpió, levantándose lentamente de la silla.

Sus pasos eran pesados, como si arrastrara cadenas invisibles, y el crujido del suelo bajo sus pies resonó en el silencio que dejó tras de sí. Se detuvo frente a la puerta con rejilla, colocando una mano en el marco como si buscara apoyo.

—Déjalo estar. Ya no hay solución, —murmuró, sin mirarme, y desapareció al otro lado de la puerta, dejando tras de sí un vacío que parecía llenar toda la habitación.

Me quedé allí, inmóvil, mirando la silla por otro lado del cristal, donde Hugo había sentado hace un momento. Era difícil asimilar que alguien que alguna vez había brillado con tanta intensidad ahora no era más que una sombra de sí mismo. Hugo no hablaba solo de los tribunales ni de la política cuando mencionaba la guerra; era una batalla contra sus propios demonios.

El portazo resonó como un eco en mi mente, quebrando mi concentración y, con ella, las frágiles esperanzas que aún guardaba. Era como si cada pedazo de felicidad que había imaginado comenzara a desmoronarse. La balanza, cruel e implacable, se inclinaba inexorablemente hacia el abismo en el que Hugo se encontraba. Veinte años en una cárcel lo despojarían de lo poco que quedaba de su humanidad, si es que no lo habían hecho ya. Apenas habían pasado catorce meses, y ya no era el hombre que conocí. Nada parecía importarle: ni su futuro, ni su madre, ni siquiera yo.

Me invadió una oleada de desesperación al pensar en Olga. ¿Cómo podría soportar esto? ¿Cómo sobreviviría a ver a su hijo, su único hijo, hundido en este vacío? Ella ya estaba luchando por su vida en un hospital, negándose a recibir ayuda, como si se aferrara a una especie de lealtad desesperada hacia el sufrimiento de Hugo.

Y mientras mi mente se debatía entre preguntas sin respuesta, una certeza se abrió paso con una frialdad que me aterrorizó: aún quedaba una oportunidad de arreglar las cosas. Podría liberar a Hugo, limpiar su nombre, demostrar que todo esto había sido un error, una injusticia. Solo tenía que cumplir mi parte de trato. Pero Diana…

Debería hablar con ella, explicarle todo y no sé por qué, pero esperaba que me entendiera. Y lo que mi padre esperaba de mí, lo que toda esa maldita red de manipulaciones familiares intentaba imponer, no sería mi destino. No viviría con la hija de Miguel. No construiría una vida basada en mentiras ni en acuerdos de conveniencia. Cuando todo esto terminara, me divorciaría y volvería con Diana. Era una promesa silenciosa que hice en ese instante y fui al aeropuerto.

Durante todo el día en París, evité hábilmente cualquier conversación que pudiera romper la burbuja de felicidad en la que nos habíamos refugiado. Saboreé cada momento con Diana como si fueran los últimos, consciente de que probablemente lo eran. En el fondo de mi corazón sabía que ella nunca aceptaría seguir siendo mi amante secreta. Ya no. Pero mientras tanto, devoraba con avidez cada instante, cada caricia, cada sonrisa, como un hombre que bebe desesperado la última gota de agua antes del desierto.

Esa noche la amé como nunca, con una intensidad que rozaba la desesperación. Tomé todo a lo que aún tenía derecho a recibir: la suavidad de su piel, el calor de su aliento, el sabor de su ser, la melodía de sus gemidos. Cada toque, cada beso, lo grabé en mi memoria como un tesoro que me acompañaría cuando todo terminara. Por un momento, logré convencerme de que ese era nuestro mundo, uno eterno y seguro. Pero sabía que era una mentira.




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