Diana.
¿Eran náuseas? No, no lo eran. Era algo peor. Una sensación asfixiante que ascendía desde mi interior, como si un puño invisible tratara de cerrar mi garganta. El dolor se extendió como un veneno lento, apretando mis pulmones, robándome el aire. Mis oídos se llenaron de un zumbido sordo, como si el mundo se estuviera apagando, mientras un martilleo insoportable resonaba en mi cabeza, interrumpiendo las palabras de León. Solo fragmentos de su voz llegaban hasta mí, entrecortados, crueles:
“... exige que me case… no contigo… con la hija de su amigo… tuve que aceptar su condición… podemos dejar todo como estaba… vendré a ti…”
El resto se desvaneció, reemplazado por un eco del pasado con la voz de Sandra resonando en mi memoria: "Últimamente, Boris andaba extraño, misterioso... Yo, ingenua, pensé que era para pedirme matrimonio. Como en las películas... ¡pero no! Me invitó a renunciar. ¡Dejarme por la otra! ¡Tonta de mí!"
La imagen de Sandra, rota y furiosa, se materializó en mi mente. De repente, todo encajaba. París, la cena perfecta en un restaurante de la Torre Eiffel, el sexo ardiente, como desesperado, de la noche anterior… No eran promesas de futuro, sino un adiós. Una súplica disfrazada.
¡Dios! ¡¿Por qué duele tanto?! ¿Por qué mi cuerpo no responde, no me deja levantarme, gritar, hacer algo? ¡Debería abofetearle! ¡Rasgarle la cara como hizo Sandra, al menos eso! Pero estaba paralizada.
"Tranquilízate, Diana. Sólo respira. Una bocanada pequeña. Escasa. Vital. Puedes hacerlo. No te derrumbes aquí." - Era mi voz interna, un rayo de racionalidad en medio de la tormenta. Me forcé a obedecer, a arrastrar un hilo de aire hacia mis pulmones, aunque todo en mi interior estaba destrozado por el dolor, hecho trizas por su traición, pero encontré migajas de ira, las suficientes para obligar al oxígeno a entrar en mi garganta. Con determinación, aparté sus manos de mis rodillas.
—¿De verdad crees que todo podrá volver a ser como antes? —mi voz comenzó como un susurro gélido, pero pronto creció con cada palabra, alimentada por el resentimiento que hervía en mi pecho—. ¿Crees que vendrás a mí, me amarás, y todo estará bien? ¿Qué harás primero, follarte a tu esposa y luego amarme?
El odio y la malicia giraban dentro de mí como un torbellino imparable. Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas, filosas, cargadas de veneno.
—¡Nunca, oyes, nunca más volverás a tocarme! Si te atreves a acercarte, te demandaré por acoso. Y dudo mucho que tu nueva esposa aprecie lo que es compartir su cama con un hipócrita y un adúltero.
Él me miraba, desconcertado, desesperado, como si no supiera cómo detener el derrumbe de lo que había entre nosotros.
—Voy a arreglar todo, Diana. Sólo necesito tiempo. ¡Pero no puedo dejar que mi amigo se pudra en prisión! —dijo con un tono entre la súplica y la convicción, siguiéndome mientras yo me movía frenética por el apartamento.
Mis manos temblaban incontrolablemente mientras metía las cosas más importantes en una bolsa, aquellas que habíamos traído. Me puse unos jeans y una camiseta apresuradamente, tratando de no perder el control frente a él.
—Felicita a Hugo de mi parte —solté con los dientes apretados, lanzándole una mirada cargada de desprecio—. Tiene un amigo devoto.
Me calcé las zapatillas sin siquiera pensar en los calcetines; no podía. Las manos me temblaban como las de un paciente de Parkinson, y cada movimiento se sentía torpe, casi imposible. Pero, aun así, seguí. Mi orgullo herido me empujaba a salir de allí, a dejarlo atrás, aunque por dentro me estuviera rompiendo en mil pedazos.
—Diana, por favor, cálmate. —León intentó sujetarme por los hombros, pero su contacto me quemaba como fuego.
—¡No te acerques a mí! ¡Nunca te perdonaré! —grité, retorciéndome hasta liberarme de su agarre, como si cada célula de mi cuerpo rechazara su proximidad—. ¿Por qué me mentiste? Dijiste que nunca aceptarías que tu padre te chantajeara.
—No te mentí —replicó, su voz cargada de desesperación—. Pero la situación de Hugo se ha vuelto insostenible. Está sumido en una depresión severa, y su madre… su madre está muriendo en el hospital. Diana, ¿cómo podría vivir conmigo mismo, si no lo ayudo ahora?
—¡No quiero escucharlo! —casi grité, sintiendo cómo la ira bullía dentro de mí—. ¡No intentes justificarte conmigo!
—Escucha, no voy a vivir con la hija de Miguel, aunque mi padre me obligue a casarme con ella. Es un arreglo temporal, nada más —insistió, aunque sus palabras resonaban huecas en el espacio que nos separaba.
—¿Temporal? —mi risa fue amarga, parecía más una mueca que un sonido—. ¿Por qué crees que todo esto ayudará a sacar a Hugo de prisión? ¿Qué te hace pensar que puedes jugar con nuestras vidas de esta manera?
León se frotó el rostro con ambas manos, como si intentara encontrar las palabras adecuadas, pero su voz salió rota, cargada de angustia.
—Porque Miguel es juez y miembro del Consejo Superior del Poder Judicial. Tiene la influencia necesaria para reabrir el caso, para examinar los documentos bancarios que demostrarán que las pruebas contra Hugo fueron falsificadas.
Mi respiración se detuvo un segundo mientras lo escuchaba, pero él continuó, como si soltar la verdad fuera su única esperanza.
—A cambio, me pidió algo… algo que no quise aceptar nunca… - suspiró amargamente. - Quiere que haga que su hija regrese a casa, que confíe en su padre de nuevo. Según él, ella huyó de casa, posiblemente por las drogas o alguna otra razón indecente, que nunca quiso explicarme abiertamente. Él sinceramente cree que, si su hija se enamora de mí, si recupera la estabilidad emocional y volverá a casa. Diana, créeme, yo tampoco soporto esta idea, pero no tengo otra opción. Si Hugo sigue en prisión...
Las palabras de León quedaron flotando en el aire, mientras su mirada buscaba la mía con desesperación. Ni siquiera escuché el final de sus explicaciones. Algo había hecho clic en mi cabeza, y las palabras resonaban como un eco implacable: Miguel... miembro del Consejo Superior del Poder Judicial... Hija... se fue de casa...
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Editado: 24.12.2024