Club "Ilusión"

Capítulo 49. La hija de Miguel.

León.

Estaba temblando por la desesperanza y una aguda sensación de pérdida. Hasta ese momento, aún mantenía la tenue esperanza de arreglarlo. No ahora, claro, pero en algún momento, cuando me librara del yugo de mi padre y sus cadenas invisibles. Ahora, todo eso se había desvanecido junto con Diana y cualquier posibilidad de verla.

Mi único deseo, en ese instante, era localizar a mi padre y rodearle el cuello con ambas manos. Lo habría hecho sin dudar si no fuera porque el médico salió justo a tiempo de la sala de reconocimiento.

—Ella ya ha recobrado el sentido. En realidad, en su estado, es normal.

—¡¿Normal?! —casi grité, al borde del colapso—. ¡Se desmayó! ¿Y me dices que eso es normal?

—Tranquilo, señor —respondió el médico, con una calma desquiciante—. Se desmayo, porque su presión arterial bajó drásticamente. Esto es común en el primer trimestre del embarazo.

—¿Qué embarazo? —balbuceé, completamente perdido.

—El más común. Lo más probable es que sea muy temprano todavía, pero cuando regresen a su país, le recomiendo encarecidamente que visite a un médico adecuado para confirmar y realizar las pruebas pertinentes.

El mundo pareció detenerse.

—Espera, creo que estás confundiendo algo. Diana no puede estar embarazada.

El veterinario entrecerró los ojos, claramente ofendido, como si hubiera insultado su vocación.

—Señor, soy veterinario, no ginecólogo, pero créame, tengo experiencia identificando embarazos en mamíferos, ya sea en una perra o en una mujer. Además, ella misma insinuó que podría estarlo.

La noticia del embarazo de Diana, sorprendentemente, no me perturbó demasiado en ese instante. Mi mente aún estaba atrapada en el caos de lo que había ocurrido antes en la habitación del hotel. Cuando Diana perdió el conocimiento en mis brazos por segunda vez, el pánico me golpeó como un tren de carga. No entendí nada. Solo hice lo único que mi cerebro, en su estado de emergencia, consideró lógico: la tomé en brazos y salí corriendo como un loco hacia la recepción.

—¡Necesito un médico! —grité, agitando a Diana como si eso fuera a ayudar en algo.

La mujer en la recepción, una pobre alma que claramente no estaba preparada para enfrentar a un hombre histérico cargando a una mujer inconsciente, parpadeó unas cuantas veces antes de señalar hacia la calle.

—Frente al hotel... hay una clínica.

Sin más detalles, ni preguntas, ni sentido común, atravesé las puertas del hotel y crucé la calle, corriendo como un maratonista desquiciado. No fue hasta que espanté a un grupo de gatos, un pequinés que comenzó a ladrar como si anunciara el fin del mundo, y a un pobre hombre que casi deja caer a su pastor alemán, que me di cuenta de que algo no cuadraba.

Una clínica veterinaria. Claro.

Pero el pánico no me dejó detenerme. Un veterinario en bata salió apresuradamente, alertado por el alboroto. Sus ojos pasaron de mí, rojo como un tomate y sin aliento, a Diana, inconsciente en mis brazos. Sin hacer preguntas, probablemente para evitar más gritos, señaló hacia dentro con profesionalidad y se llevó a Diana directamente a una sala de examen.

Yo me quedé plantado allí como un bobo, sudando y tratando de recuperar el aliento. Minutos después, cuando finalmente pude articular algo coherente, me acerqué al médico.

—Lo siento, doctor...

El veterinario me lanzó una mirada de paciencia infinita.

—Bueno... muchas gracias por atendernos. —Sentí cómo el calor subía a mi rostro—. ¿Puedo verla?

El veterinario, imperturbable, asintió y abrió la puerta de la sala de examen. Luego se giró hacia una señora que, al otro lado de la sala, intentaba calmar a un pequinés enloquecido.

—Señora, por favor, su perro no necesita más gritos. Tampoco está embarazado. —Se volvió hacia mí antes de desaparecer con un suspiro teatral—. Adelante, señor. Su "paciente" está bien por ahora.

Entré con cautela en la sala. Diana estaba despierta, sentada en una mesa de examen para mascotas, con una expresión de incredulidad absoluta en el rostro.

—León... ¿me trajiste a una clínica veterinaria? —preguntó, su tono una mezcla de indignación y burla contenida.

—¿Qué querías que hiciera? —me defendí—. ¡La recepcionista no especificó! Además, dicen que aquí tratan mamíferos.

Diana suspiró, cerrando los ojos por un momento.

—Un idiota, León. Eres un idiota total.

Por primera vez en horas, solté una risa nerviosa.

—No voy a discutir —dije acercándome a ella, dispuesto a lo que fuera.

Diana mantenía la mirada fija en el techo de la sala de examen para mascotas, como si en las manchas del yeso estuviera escrita alguna respuesta a todo lo que estaba pasando. Parecía debatirse internamente, luchando contra el peso de algo que no quería decir, pero que sabía que debía sacar a la luz. Finalmente, soltó un suspiro largo, pesado, cargado de resignación.

—León… hay algo que necesito decirte.

Su tono me puso en alerta. Me acerqué un paso más, ignorando el incómodo sonido de mis zapatillas contra el linóleo, y tomé asiento en el taburete junto a la camilla. Cogí sus manos con cuidado, recordando las palabras del veterinario, y dije:

—Dime, Diana. Sea lo que sea, lo arreglaremos.

Ella dejó escapar una risa amarga, como si la idea misma de que yo pudiera arreglar algo fuera un chiste cruel.

—¿Lo arreglaremos? Claro, porque lo estás haciendo de maravilla hasta ahora, ¿no? —Su tono sarcástico me golpeó como un látigo, pero no respondí. Sabía que tenía razón, al menos en parte.

—Tienes razón —admití, con un suspiro—. Me dejé chantajear por mi padre. Pero hoy entendí que no podré vivir sin ti, y si tengo que matar a todo el mundo para estar contigo, lo haré.

Por un instante, pareció sorprendida por mis palabras, pero enseguida volvió a esa expresión tensa, como si lo que iba a decir pudiera anular todo lo demás.

—Escucha, León. Hay algo que no sabes… algo que probablemente lo cambie todo.




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