León.
Nos quedamos en silencio por un momento, dejando que la risa se desvaneciera lentamente como el eco de algo que sabíamos que no duraría. La calma era tensa, cargada de pensamientos que ambos estábamos tratando de ordenar.
—No podemos seguir así —dijo Diana de repente, rompiendo el silencio con una firmeza que no le había escuchado en mucho tiempo. Su tono no admitía discusión.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, aunque en el fondo ya intuía la respuesta.
Diana se bajó lentamente de la mesa de examen, apoyándose en mi brazo mientras recuperaba el equilibrio. Sus ojos se encontraron con los míos, y en su mirada había algo nuevo, algo feroz y decidido, como si una chispa se hubiera encendido en su interior.
—Nuestros padres nos han usado como piezas en su juego de poder durante demasiado tiempo —dijo, con cada palabra cargada de una rabia contenida que parecía a punto de estallar—. Nos manipularon, nos separaron y nos empujaron al borde de la desesperación. Pero ya basta. —Respiró profundamente, como si su resolución se cristalizara en ese momento—. Es hora de demostrarles que no tienen ningún control sobre nosotros.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —pregunté, aunque mi mente ya empezaba a dibujar escenarios, planes posibles, el caos que podríamos desatar.
Entonces, algo cambió en su rostro. Una sonrisa se dibujó en sus labios, pero no era la cálida y dulce que conocía. Era fría, calculadora, y envuelta en una determinación casi aterradora.
—Primero, golpearemos donde más les duele —respondió con un tono cortante—. Nos van a perder. Para siempre.
La miré fijamente, atrapado entre la admiración y un miedo nuevo. Había un fuego en sus palabras, en su expresión. Era como si la Diana que yo conocía hubiera renacido como alguien más fuerte, más peligrosa, alguien que estaba dispuesta a enfrentar al mundo.
—Ellos nunca jugaron limpio —añadió, su voz un susurro cargado de veneno—. Y ahora, es nuestra oportunidad de devolverles el favor.
—¿En qué estás pensando? —quise saber, aunque algo en mi interior ya sabía que no habría marcha atrás.
—Quiero castigarlos. —Sus palabras eran tan simples como contundentes, cada sílaba un golpe seco contra la tiranía de nuestros padres.
Por un momento, nos quedamos mirándonos, el silencio llenando los espacios entre nosotros. Finalmente, di un paso adelante, mi decisión igualando la suya.
—Entonces, lo haremos juntos —dije, tendiéndole la mano.
Diana la tomó con fuerza, entrelazando sus dedos con los míos. Su agarre era firme, cargado de una promesa.
—Juntos —confirmó, con un brillo peligroso en sus ojos—. Pero para eso... vamos a necesitar ayuda.
—¿Ayuda? —pregunté, intrigado.
—Sí —dijo con una leve sonrisa que no alcanzó sus ojos—. El veterinario. Creo que él estará dispuesto a darnos una mano, aunque tienes que ofrecerle el dinero.
Mi mente se tambaleó un momento, intentando comprender su idea, pero al ver su expresión, supe que Diana tenía un plan. Y si ella estaba dispuesta a enfrentarse a nuestros padres, yo estaría a su lado. Pase lo que pase.
Diana.
Estaba acostada en la misma mesa donde el veterinario me revivió esa mañana. ¡Oh, sí! Mi querido León no encontró nada mejor que arrastrarme hasta aquí como si fuera una perra en apuros. Pero mientras escuchaba los ruidos afuera, la chispa de una idea me atravesó. Una idea increíblemente cruel, pero merecida, considerando todo lo que nuestros padres nos habían hecho. Sus manipulaciones, sus planes… todo debía tener consecuencias.
—Ya están aquí —susurró León, nervioso, al escuchar pasos apresurados en el pasillo. Las voces discutían con el veterinario, exigiendo respuestas.
Me dio un beso rápido antes de cubrirme con una sábana blanca.
—Créame —dijo el veterinario con voz solemne al abrir la puerta—. Hicimos todo lo posible, pero ya era demasiado tarde. No pudimos salvarla. Su hija ha perdido demasiada sangre...
No podía ver nada bajo la tela, pero cada palabra, cada reacción, llegaba a mis oídos con perfecta claridad.
—¡Hijo de puta! ¡Qué le has hecho a mi hija! —gritó mi padre, y el sonido de algo pesado chocando contra la pared me indicó que probablemente había agarrado a León por el cuello.
—¡Hice lo que querías! —exclamó León, con un tono que oscilaba entre el dolor y la desesperación—. Dejé a la mujer que amaba más que a mi vida. ¡Diana no sobrevivió a nuestra ruptura!
—¡Estúpido! —tronó la voz de Leonardo Marchand, su furia apenas contenida—. Diana es la hija de Miguel, la misma con quien debías casarte.
Un silencio cortante cayó sobre la sala.
—¿Cómo? —respondió León, fingiendo una incredulidad perfecta—. ¿Por qué no me dijiste esto antes? Tú… ¡tú la mataste!
Escuché un ruido, un crujido bajo, y supe que mi padre había levantado la sábana.
—Diana... mi niña... —Su voz se quebró en un sollozo que jamás pensé escuchar salir de él. Su mano temblorosa tomó la mía—. ¿Cómo pudo suceder esto? ¿Cómo te perdí?
Sus lágrimas caían, mojándome la piel, y su respiración se volvía errática.
—Ambos me pagaréis por esto —murmuró con un hilo de voz cargado de ira y dolor.
—¿Y tú? —intervino León, sin permitirle escapar de su culpa—. ¿Decidiste que podías recuperar a tu hija controlando cada aspecto de su vida? ¿Qué te hizo pensar que un matrimonio arreglado la haría feliz?
—Yo… —balbuceó mi padre, incapaz de enfrentarse a la verdad—. Solo quería que volviera a casa. Que volviera a ser parte de la sociedad…
—¿Feliz? —La voz de León era ahora un grito lleno de rabia—. ¿La querías feliz mientras la encadenabas a tus expectativas? ¡Aquí está! ¡Mírala! Esto es lo que lograste. ¡Ahora está muerta!
—Dios… Dios mío. —Mi padre murmuró con una desesperación que no reconocía en él—. ¿Qué hemos hecho?
El padre de León, Leonardo Marchand, tambaleó hacia adelante, sus palabras apenas un susurro.
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Editado: 24.12.2024