Heco se sacudió un poco el vestido, intentando recuperar algo de compostura mientras respiraba agitada. Su cabello estaba algo despeinado y el rubor de sus mejillas mezclaba rabia con la adrenalina de haber escapado por la ventilación.
—Ese mocoso… —murmuró apretando los puños, los ojos chispeando como si ya estuviera trazando un mapa de guerra.
La habitación en la que había salido estaba vacía, apenas iluminada por la luz que entraba de los faroles del jardín. Se acomodó la falda con un movimiento brusco, como si con eso enterrara su humillación, y caminó hasta la puerta. Al abrirla, se topó con un par de adultos que pasaban.
—¿Estás bien, querida? —preguntó una señora con una copa de vino en la mano, notando la respiración agitada de Heco.
—Perfectamente —respondió ella con una sonrisa impecable, aunque sus ojos no podían ocultar el filo de sus pensamientos.
Cerró la puerta detrás de sí y comenzó a caminar por el pasillo, siguiendo el eco de la música de la fiesta. Cada paso era firme, calculado. Ya no buscaba salir discretamente: ahora buscaba al niño.
Desde lejos lo vio.
Sentado en una silla alta, riendo mientras balanceaba los pies, como si nada hubiera pasado. Tenía un pedazo de pastel en la mano y la cara manchada de crema.
Heco se detuvo, inhaló profundo, y dejó que la sonrisa más dulce que pudo fingir se dibujara en su rostro. Caminó hacia él con elegancia, aunque sus ojos brillaban con travesura.
—¿Te divertiste, pequeño? —preguntó con voz melosa, inclinándose un poco hacia su altura.
El niño la miró con sorpresa y, por un instante, casi se atragantó con el pastel.
—¿C-cómo saliste de ahí? —preguntó, abriendo los ojos como platos.
—Digamos que no soy tan fácil de encerrar… —respondió Heco, mientras sus dedos se deslizaban sutilmente hacia el pedazo de pastel en la mano del niño.
Antes de que él pudiera reaccionar, con un movimiento rápido y delicado, hundió el pastel entero contra la nariz del mocoso.
El silencio duró apenas unos segundos, roto después por la carcajada contenida de algunos invitados que habían presenciado la escena.
—La próxima vez —susurró Heco, inclinándose sobre el niño que ahora lloriqueaba más de vergüenza que de dolor— pensá bien a quién le apagás la luz.
Y, erguida como una reina, dio media vuelta y se perdió entre la multitud, dejando al pequeño con el rostro cubierto de crema y un ego hecho pedazos.
Pero dentro de ella sabía algo: la guerra apenas había comenzado.