Ya media hora después, Ilona paseaba por los pasillos de la empresa de su padre, preguntándose cómo encontrar a Varnovski. Al final, decidió ir a la recepción del director. Siempre se había llevado bien con Irina, la secretaria de su padre.
Irina estaba sentada tras el escritorio, escribiendo documentos en el ordenador. La miró por encima de las gafas transparentes con sus ojos color caramelo, y una leve sonrisa apareció en sus labios.
—¿Ilona? ¿Vienes a ver a tu padre? Está solo en su despacho ahora mismo.
—¡Hola! No, en realidad vengo a ver a otra persona —la chica se sintió algo incómoda, sin saber cómo empezar esa delicada conversación—. Necesito ver a Varnovski. ¿Podrías llevarme con él?
—¿A Varnovski? —repitió Irina, visiblemente alterada, sin motivo aparente. Se alisó su cabello castaño perfectamente recogido en un moño alto y empezó a frotarse las manos nerviosamente bajo el escritorio—. ¿Qué ha hecho ahora ese hombre?
A Ilona no le gustó nada tanta curiosidad. Por supuesto, no podía decir la verdad ni tampoco afirmar que era su supuesto novio. Por suerte, fue salvada por su padre, aunque apareció en el peor momento posible.
Eduard Mykoláyovych salió de su despacho justo cuando ella deseaba que no se enterara de su visita. Al verla, se detuvo y frunció el ceño.
—Ilonka, ¿qué haces aquí? Si has venido para que cambie de decisión, es inútil. Ya contraté a los organizadores de la boda. Mañana te reunirás con ellos para darles tus preferencias.
La chica se desconcertó por su determinación, pero trató de no demostrarlo. Ya no tenía dudas: no evitaría esa boda, así que de dos males eligió el menor. Forzó una sonrisa tan tensa que nadie la habría creído auténtica:
—¡Perfecto! Solo quería ver a mi novio y darle la noticia de la cena personalmente.
Notó cómo Irina palidecía. Algo en su reacción le pareció sospechoso, aunque más le preocupaba ahora la decisión precipitada de su padre.
—Te acompaño —dijo él con paso firme, saliendo de la recepción. A Ilona no le quedó más remedio que seguirlo resignada, dejando a Irina sola, intentando recuperarse del impacto.
Eduard le lanzó una mirada de desconfianza.
—Es raro que no sepas dónde está el despacho de tu prometido.
—No es mi prometido, solo mi novio. Y nunca coincidimos aquí en la oficina.
—¿Dónde se conocieron? —Eduard se detuvo, y a Ilona le pareció que comenzaba a sospechar algo. Sabía que, hasta aclarar las cosas con su “novio accidental”, lo mejor era no responder preguntas comprometedoras.
—Te lo contaré todo durante la cena, así no tendré que repetirlo.
—Qué extraño todo esto. Nunca lo habías mencionado, no sabes dónde está su despacho, vienes a informarle sobre la cena en persona y, en lugar de llamarlo, le pides ayuda a mi secretaria… —al ver la pregunta muda en los ojos de su hija, añadió con frialdad—. Te escuché pedirle que te acompañara.
Ilona sintió cómo las palmas le sudaban. Siempre delataban su nerviosismo. Se le deslizó una tira del bolso del hombro y este cayó al suelo. Se agachó a recogerlo lentamente, ganando tiempo para pensar. Al final, dijo lo más creíble que se le ocurrió:
—Lo echaba de menos. Quería almorzar con él. No lo llamé porque quería sorprenderlo con mi visita.
No sabía si él le creyó. Eduard abrió la puerta bruscamente y la dejó pasar con un gesto seco. Ilona entró como una mariposa asustada y se encontró con la mirada desconcertada de su futuro prometido.
Él se puso de pie de inmediato, con la cabeza algo agachada, como si esperara una ejecución.
Ella decidió mostrar todos sus dotes actorales y lo abrazó. Sus palmas húmedas se apoyaron en la espalda ancha de él y sus pechos rozaron su torso. Sabiendo que su padre observaba, se obligó a besarle la mejilla.
—¡Hola, amor! Quise darte una sorpresa y venir a verte. Ya no tenemos por qué ocultar lo nuestro, así que no te preocupes y abrázame con confianza.
Como si despertara de una pesadilla, al recibir permiso, él reaccionó. Puso sus manos sobre su cintura, pero al notar la mirada afilada de Eduard, las subió rápidamente hasta su espalda.
—Me alegra que hayas venido —balbuceó con un tono inseguro.
Zagranuk entrecerró los ojos, claramente desconfiado. El hombre, presa del pánico y sin saber por qué, se dejó llevar por el instinto y la besó en los labios, apretando su cuerpo delgado contra el suyo.
Ilona no se resistió. Esos besos suaves, casi inocentes, servían para alimentar la ilusión de una pasión verdadera… al menos para el único espectador que importaba.