Ese nivel de presión no le gustaba a Anton. Bogdán tenía razón: querían forzarlo a casarse con Ilona. Entonces intervino Katerina, confirmando sus sospechas:
—Eduard, ¿no crees que es apresurado? Faltan solo tres meses, ¿cómo organizaremos todo a tiempo?
—No te preocupes, hay profesionales para eso. Nuestros tortolitos están profundamente enamorados, no vamos a hacerlos esperar tanto.
—Pero Ilona y yo aún no hemos hablado de matrimonio —dijo Anton de un tirón, para luego morderse la lengua al encontrarse con la mirada fulminante de Eduard.
Eduard alisó nerviosamente la servilleta blanca con bordado dorado y la colocó sobre sus piernas. Se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando las palmas en el borde de la mesa, sin apartar la mirada analítica de su futuro yerno.
—Entonces es hora de hablar. ¿O acaso tu amor no es tan apasionado como parecía esta mañana? Te comportaste muy mal, Varnovski. Primero se pide permiso para salir con mi hija y luego se la invita a una cita.
Parecía que Eduard vivía en un mundo de fantasía, donde Ilona era una flor inocente que esperaba a su príncipe. Su mirada quemaba, asfixiaba, impedía respirar. Anton desabrochó el primer botón de la camisa, que de pronto le resultaba opresivo, y por primera vez en su vida se atrevió a contradecir a su jefe:
—No sabía que Ilona era su hija y, además, ya nadie pide permiso a los padres.
—Apolo sí pidió —respondió el mismo Apolo con una sonrisa satisfecha, mirándolo con aire victorioso, como si acabara de ganar una batalla. Si uno lo pensaba bien, era un yerno perfecto. Aun así, Eduard seguía empeñado en casar a Ilona. —De todos modos, apruebo este matrimonio. No se preocupen por los gastos, yo mismo pagaré por los invitados de su parte y todos los regalos serán para los novios. ¿Cuándo conoceremos a tus padres?
Anton sintió cómo el yugo invisible le apretaba el pecho. Lo obligaban a casarse por la fuerza. Al parecer, no se libraría de Ilona esa noche. Ella parecía una ratita acorralada, sin decir una sola palabra, como si su propio futuro no le concerniera. Decidió que era hora de poner fin a esta farsa:
—Ilona no ha dicho si quiere casarse conmigo. Solo salíamos, nunca hablamos de formar una familia.
—¿Ah sí? —Eduard se puso de pie de un salto—. ¿Acostarte con mi hija te pareció bien? ¿Decirle que la amas también? Pero ahora que se trata de casarse, te haces el desentendido. ¿Pretendes engañar a una niña inocente y luego dejarla? ¡No permitiré que humilles a mi niña!
Con esas palabras, Anton parecía un sinvergüenza. Se dio cuenta de que con Eduard no se juega. Las historias que circulaban sobre él lo convertían en el peor enemigo que uno podía tener. Como gesto de rendición, Anton levantó las manos.
—No lo ha entendido bien. No era eso lo que quería decir. Solo que aún no le pregunté a Ilona si aceptaría casarse conmigo —tomó sus manos y las apretó con fuerza, casi haciéndole crujir los huesos. Esperaba que captara la indirecta—. Cariño, ¿quieres casarte conmigo?
—¡Sí! Lo he soñado desde hace mucho tiempo. Por fin me lo has pedido —respondió con una sonrisa en el rostro, y lo besó en la mejilla.