¿cómo deshacerse de una chica?

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Anton tomó el último trozo de oreja de cerdo en tiras y le dio un mordisco. Nadia frunció los labios pintados con un rojo intenso:

—Yo también quería ese pedazo.

—Pues si era justo ése el que querías, no puedo negártelo, —respondió Anton como un auténtico caballero, dispuesto a salvar a la dama del hambre con el último trocito de oreja. Le ofreció la tira, y ella la aceptó con apetito, rozándole los dedos con los labios. Se quedó en esa posición sugerente unos segundos antes de apartarse a regañadientes, liberando su contacto. Anton sonrió ampliamente:

—Estaba delicioso.

—Lo importante es la presentación, —gorjeó Nadia, parpadeando con inocencia.

Durante toda la velada, Anton conversó con sus amigas, ignorando deliberadamente a Ilona. Ella sospechaba que esa era su forma de protestar por la boda. Si pudieran hablar a solas, ella le propondría de inmediato el divorcio, pero no se atrevía a tocar ese tema delante de aquellas mujeres. A pesar del coqueteo descarado, los roces “inocentes” y las insinuaciones, Ilona aguantó con dignidad. Durante toda la noche apenas pronunció unas pocas frases. Finalmente trajeron la cuenta, e Ilona solo pensaba en salir cuanto antes de aquel lugar.

Anton buscó en los bolsillos y, como si de repente recordara la presencia de su prometida, dijo:

—Cariño, ¿te importaría pagar tú? Me olvidé la cartera en casa.

—Claro, —respondió Ilona con una sonrisa forzada y sacó su tarjeta del bolso. Era la primera vez que pagaba una cita... aunque, técnicamente, ni siquiera podía considerarse cita. Pagó por todos. Se sentía aplastada, insignificante y utilizada.

Todos se levantaron, y justo cuando iban a marcharse, Anton pareció notar el último alita de pollo que yacía en el plato. La cogió con las manos y se la llevó rápidamente a la boca.

—Mmm, qué delicia. No es justo que se desperdicie, ¡y menos aún si ya la hemos pagado! —dijo, mojando la alita en kétchup antes de devorarla. En segundos, solo quedaron los huesos. Su rostro tenía manchas rojas y restos de comida. Entonces puso la mano sobre la delicada cintura de Ilona:

—Vámonos, mi amor, ¡ha sido una velada maravillosa!

Para Ilona, había sido la peor noche de su vida, pero no dijo nada. Ya junto a la puerta, Anton retiró su mano con una palmada:

—¡Ay, qué descuido! Perdona, te ensucié el vestido.

Ilona vio en la tela clara varias manchas de grasa. Cerró los ojos un instante y respiró hondo para no perder el control. Anton, nervioso, empezó a limpiar el vestido con los mismos dedos sucios, extendiendo aún más las manchas.

La chica le agarró la mano:

—¡Basta! No te preocupes, la llevaré a la tintorería.

—Perdona otra vez. ¡Pero mira! Al menos ahora mis dedos están limpios, —bromeó, mostrándole las palmas.

Por supuesto, no había encontrado nada mejor que un vestido de diseñador de quinientos euros, comprado en Milán, para limpiarse las manos. Salieron a la calle, y el aire fresco acarició su rostro. Ilona se quedó inmóvil, observando cómo Anton se despedía de las chicas. Besó a Juliana en ambas mejillas y abrazó a Nadia, que se le acercó y le susurró al oído sin importarle la presencia de su prometida:

—¿No me vas a acompañar a casa?

—Con gusto lo haría, pero ya estoy comprometido. Me temo que mi novia no aprobaría que te acompañe.




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