Ilona se alegró en silencio. ¡Al fin la recordaba! Tras otro par de besos, las chicas desaparecieron por la esquina. Anton se volvió hacia ella:
—¿Vas a volver en taxi?
—No, vine en mi coche. Por eso pedí cerveza sin alcohol.
Él le dedicó una sonrisa astuta. A ella le costaba mirarlo, con el rostro lleno de kétchup y restos de pollo. Sacó una toallita húmeda de su bolso y se la acercó a la barba:
—No te muevas, te has ensuciado un poco.
Anton se quedó congelado, casi sin respirar. Ilona, sin ningún cuidado, limpió su cara con movimientos secos y firmes. Luego tiró la toallita al cubo de basura y se atrevió, por fin, a hablar con franqueza:
—Sé que no quieres casarte conmigo y estás haciendo todo lo posible por hacérmelo ver, pero…
—No exageres, —la interrumpió él sin dejarla terminar—. Jamás dejaría a la hija de mi jefe. Eres una prometida envidiable, vienes de una familia adinerada… ¿quién en su sano juicio rechazaría semejante oportunidad? Tuve suerte de haberte conocido anoche.
Esas palabras la hirieron. Agradecía la sinceridad, pero que la viera solo como un trampolín hacia la riqueza era doloroso. Aunque, pensándolo bien, así su padre recibiría su merecido. Anton seguro que exigiría una buena suma tras el divorcio. Era su forma de vengarse por haberla obligado a casarse. Después de todo, ella también se casaba por dinero. Ahora lo entendía: él nunca aceptaría una relación falsa. Y agradecía no haberle hecho esa propuesta. Con una sonrisa triste, ofreció:
—¿Te llevo a casa?
—Por supuesto. Te lo agradezco.
Anton se acomodó sin reparos en el asiento delantero. Era la primera vez que Ilona llevaba a un chico en coche. Normalmente, todos tenían su propio auto e intentaban impresionarla. Anton no era como los demás. No fingía ser alguien que no era, y eso tenía su encanto.
Durante el trayecto, fue Ilona quien hizo las preguntas. Quería saber más sobre él, para no levantar sospechas ante su padre. Pero al parecer, Anton se cansó del interrogatorio y encendió la radio. Tras varios cambios de emisora, se detuvo en una que transmitía rock pesado de los años noventa. Subió el volumen y gritó:
—¡Me encanta esta canción!
—¡A mí también! —confesó Ilona y empezó a cantar.
Él la miró sorprendido, pero no dijo nada. Al llegar el estribillo, Anton apagó la radio de golpe:
—Perdona, pero estás arruinando la canción con tu voz. Mejor no escuchar nada.
Aquello fue un mazazo.
—Pero de niña tomé clases de canto durante dos años. Mis profesores me elogiaban.
—Claro, porque temían a tu padre. Si te hubieran dicho la verdad sobre tu falta de talento, no habrías vuelto. Y eso no les convenía. Seguro que esas clases costaban una fortuna. No te sientas mal, Ilga, ¿quién te dirá la verdad si no yo?
Hablaba como su padre. Y por un segundo, Ilona se alegró de no haberle contado que también pintaba. Nunca le había dado vergüenza cantar, pero esa noche había ganado otro complejo. Lo que más la indignaba era que ni siquiera recordara su nombre.
—Me llamo Ilona.
—Lo sé. Yo soy Anton.
—Acabas de llamarme Ilga.
Anton alzó las cejas y se golpeó la frente con la palma.
—¿De verdad? Así se llamaba mi ex. Me equivoqué sin querer.
Ilona apretó con fuerza el volante y no quiso seguir hablando. Por suerte, llegaron al edificio en unos minutos de incómodo silencio. Anton extendió su mano y ella, sin otra opción, puso la suya. Él la estrechó con suavidad y la sacudió:
—¡Gracias por traerme! ¡Buenas noches!
Sin esperar respuesta, salió del coche como si lo hubieran quemado con agua hirviendo. Ilona, aún en shock por todo lo vivido, intentaba ordenar sus pensamientos. Solo una idea le daba cierto alivio: se vengaría. Se divorciaría de él y no le daría ni un céntimo. Pero esa no sería su mayor venganza. Haría todo lo posible… para que Anton se enamorara de ella.