Después del trabajo, Antón se apresuraba a volver a casa. Tenía que prepararlo todo, ya que entendía perfectamente que hacer perder la paciencia a esa chica no sería nada fácil. Llevaba en las manos una bolsa de plástico con dos cangrejos vivos que aún movían sus colas. Se detuvo junto a los contenedores de basura del patio y, con expresión de repulsión, se asomó dentro. El olor nauseabundo le golpeó la nariz con tal fuerza que el estómago se le revolvió y sintió que el almuerzo amenazaba con volver a salir.
—No es momento de ponerse quisquilloso —se repetía mentalmente—. Si quiero seguir siendo libre, debo resistir.
Eligió una bolsa que, además de apestar, goteaba un líquido sospechoso, y se la llevó a casa. Esparció el contenido por toda la cocina, inundando el ambiente con un hedor insoportable.
Fue al baño y abrió la llave para llenar un poco la bañera. Soltó a los cangrejos en el agua, que comenzaron a agitarse con energía. Abrió el dentífrico y untó algo sobre el lavamanos. Luego pasó los dedos por el espejo, dejando marcas parecidas a chorretones. Mojó ligeramente la toalla y la pisoteó: limpia y seca podría causar una impresión equivocada.
Miró a los cangrejos, que se movían con fuerza en la bañera, y sonrió, orgulloso de su creatividad. Esperaba que esos bichos asustaran a la chica.
Volvió a la cocina. Las encimeras seguían limpias, los platos ordenados, el grifo relucía con la luz del sol. El amor de Serguéi por la limpieza acabaría matándolo un día —y a él, casándolo. Algo tenía que hacer, rápido.
Abrió el refrigerador. Entre los escasos productos y un limón reseco, encontró kétchup. ¡Salvación! Untó platos con la salsa roja y los dejó bien visibles. Espolvoreó harina, café, azúcar y lo coronó con trigo sarraceno.
Pero aún le parecía poco. Para lograr el efecto deseado, rompió un huevo crudo sobre la vitrocerámica y arrojó la cáscara al suelo. Repartió la yema con los dedos y los limpió en un armario de cocina, dejando marcas grasientas.
Sonriente, sacó una sartén y del frigorífico un trozo de tocino. ¿Qué podría resultar más desagradable para una chica que el olor del tocino frito? Lo cortó en pedazos y lo puso a chisporrotear en la sartén caliente.
Mientras los aromas infernales se esparcían por el apartamento, fue a su habitación, que hasta ese momento conservaba una limpieza impecable. Abrió el armario y tiró la ropa al suelo. Repartió restos de comida —rescatados de la basura— por la mesa, las mesillas e incluso la cama, que previamente había deshecho. Escondió un pedazo de pizza reseca entre las sábanas y frunció el ceño: tocaría cambiar la ropa de cama. Pero bueno, por conservar su soltería, haría cualquier cosa. Lo único que temía era que Serguéi regresara antes de tiempo y presenciara el caos. Por suerte, estaba de viaje de negocios hasta mañana.
Sacó el depósito del aspirador y esparció polvo por la habitación. Las partículas invisibles lo hicieron estornudar. Como guinda del pastel, puso unas bragas de encaje —que había comprado especialmente— al borde de la cama.
Se quitó la ropa y colgó la chaqueta con cuidado: al fin y al cabo, con ella debía ir mañana al trabajo. Entre la ropa del suelo encontró una camiseta vieja y unos pantalones, se los puso. Agarró unas tijeras y le hizo agujeros a sus calcetines: eso definitivamente bajaría su atractivo ante Ilona.
El aroma del tocino frito llegó hasta la habitación. ¡Su plato estrella! Corrió a la cocina y vio cómo el tocino chisporroteaba, salpicando grasa por todos lados. Usó la espátula para voltearlo: ya estaba quemándose un poco, pero no importaba. Bajó el fuego y siguió friendo, haciendo que la peste invadiera cada rincón. Para rematar, manchó con grasa su camiseta.
El timbre sonó. La función comenzaba. Hoy sería su última noche como prometido.
Abrió la puerta y se quedó inmóvil del asombro. Frente a él, sonreía Ilona… ¡junto a Nastia! No podía creer que la chica de sus sueños apareciera justo ahora, cuando su casa era un verdadero estercolero y en sus pies lucían calcetines rotos.