—¡Holaaa! ¿Nos dejas pasar? —Ilona fue la primera en hablar, notando cómo Antón se había quedado paralizado.
Él reaccionó al instante y dio un paso hacia un lado, tratando de esconder con el pie el agujero en su calcetín, por el que sobresalía descaradamente el dedo gordo. Las chicas entraron al pasillo, y Nastia frunció la nariz con desagrado:
—¿Qué es ese olor? ¿Se te murió algo?
—Todavía no. Estoy... friendo panceta —murmuró Antón, con una voz poco convincente. Bajó la cabeza como si acabara de cometer el peor crimen del mundo. Le molestaba lo fácil que volvía a sentirse como un adolescente inseguro en presencia de Nastia, uno que se derretía con tan solo una mirada suya.
Ilona comenzó a desabrocharse las cremalleras de sus botas:
—Nastia me trajo en coche. Va al cine con Apolo y después pasará por mí. Solo quería usar tu baño un momento, ¿te molesta?
Sus ojos azules lo miraron inquisitivamente, desatando una tormenta en la cabeza de Antón. Sabiendo que el baño estaba lleno de ropa sucia y que allí nadaban cangrejos vivos, estaba muy lejos de estar de acuerdo. Se dio una palmada en la frente, dio un paso adelante y bloqueó el paso de Nastia, quien ya caminaba decidida por el pasillo sin siquiera quitarse los zapatos, observando todo con mirada crítica.
—Nos cortaron el agua. ¿Puedes aguantar hasta llegar al cine? —Sabía que sonaba raro, pero esperaba que esa excusa la salvara de ver los cangrejos y el desorden.
—No voy a aguantar. Tranquilo, no haré mucho daño. ¿Puedo pasar?
—Sí, es por aquí —dijo Antón a regañadientes mientras abría la puerta del baño. La chica se detuvo unos segundos, sorprendida. Luego, arqueó las cejas:
—¿Tienes mascotas?
—No. Pensaba cocinarlos.
—Vaya, no te hacía tan cruel —dijo ella, cerrando la puerta con un golpe.
Antón cerró los ojos con resignación y volvió a darse una palmada en la frente. Parecía que no podía empeorar... hasta que Ilona se acercó y le puso en la mano una bolsa de papel brillante:
—He comprado vino y bombones. Espero que no te moleste.
—Claro que no —masculló Antón entre dientes, echando miradas nerviosas hacia la puerta del baño.
Ilona notó su inquietud.
—Tranquilo, Nastia se va en seguida. Apolo la espera. Y podremos hablar tranquilos.
Por cierto, ¿a qué mascota se refería?
—Tengo cangrejos en la bañera.
Le miró con atención, esperando ver miedo en su rostro. Incluso pensó que ella podría salir corriendo. Pero Ilona permanecía completamente tranquila.
Y él se quedó desconcertado cuando ella sonrió:
—¡Perfecto! Me encantan. Y con vino tinto, ¡una combinación ideal!
Estaba claro: la chica estaba decidida a pasar una noche romántica, justo lo que él no quería.
Antón solo quería estar cerca de Nastia. Aunque fuera desde la distancia, deseaba verla, hablar con ella, acercarse poco a poco. Estaban comprometidos con otras personas, sí, pero en su corazón brillaba una chispa de esperanza de que aún pudieran tener un futuro juntos.
Se rascó la nuca.
—Pensaba... ¿y si vamos también al cine? Una cita doble, ¿qué te parece?
—Pero habíamos quedado en hablar de nuestro futuro. Mejor vamos al cine otro día.
Se oyó el sonido del agua del inodoro. Nastia salió del baño.
—¡Volvió el agua! Bueno, tortolitos, yo me voy. Que lo paséis bien.
—Pero yo también quería ver esa película. ¿Podemos unirnos a ustedes? —insistió Antón, ignorando deliberadamente la negativa de Ilona.
Nastia lo miró de arriba abajo y, mientras se acomodaba su melena recta, torció el gesto:
—Llegamos tarde. Y no vamos a esperar a que te cambies... o al menos a que te pongas otros calcetines. Será en otra ocasión.
Antón observó con tristeza cómo el objeto de sus sueños, como una mariposa brillante, abandonaba el apartamento. Vaya vergüenza. Quería espantar a una chica y terminó alejando a la que realmente le importaba.
Ilona se quitó su abrigo de cachemira claro, quedándose en jeans y un suéter de punto amplio que escondía todas sus curvas. Aunque Antón recordaba bien las formas provocativas que se prohibía imaginar.
Decidió ignorar por completo a su prometida. Ella le tendió el abrigo:
—¿Dónde puedo colgarlo?
Él lo tomó sin decir nada, y estuvo a punto de tirarlo al suelo, pero en el último momento cambió de idea. Abrió el armario y colgó el abrigo en una percha.
Ilona, sin esperar invitación, entró a la cocina. La panceta chisporroteaba en la sartén, salpicando grasa por todas partes. La chica se acercó, bajó el fuego y removió con la espátula:
—¿Estás haciendo chicharrones? ¡Me encantan!
Antón se dio otra palmada en la frente. ¿Había algo que a esta chica no le gustara?
Como si fuera la dueña de casa, añadió con decisión:
—Hay que abrir el vino. ¿Te encargas tú?