Antón miró a Ilona. Esperaba ver el miedo reflejado también en sus ojos, pero ellos seguían siendo dos lagos tranquilos. Cuando sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible, él se enfureció aún más. Todo su esfuerzo había sido en vano. Parecía que ni con ajo se podría ahuyentar a esa chica.
Serguéi se puso en jarras y estalló en un grito casi histérico:
—¡¿Quieres matarme con tus locuras?! Hasta que no lo encuentres, me encierro en mi cuarto.
—En ese caso, no me apresuraré a buscar el cangrejo. Así me libro de tu presencia.
—¡Estás bromeando! Y eso que sabes mi fobia a todo lo que se arrastra...
Serguéi se encerró en su habitación, y Antón abrió con cuidado la puerta del baño. Comenzó a echar la ropa sucia en el cesto, inspeccionándola minuciosamente. Ilona —cuya existencia él deseaba olvidar— se colocó a su lado y miró dentro del inodoro.
—¿Y cómo vas a sacarlo?
—No lo sé… tal vez sea mejor dejar que se vaya por las tuberías.
La chica lo miró como si acabara de pronunciar la sentencia de muerte de una criatura viva. No entendió su broma y frunció el ceño. Antón esperaba, por fin, la tan deseada pelea, pero los gritos de Serguéi, que salió disparado de su habitación, arruinaron de nuevo sus planes.
—¡Lo encontré! ¡Su cangrejo está tendido sobre mi alfombra! ¡Lléveselo de inmediato!
Antón se dirigió al dormitorio, pero no tenía prisa en capturar al de pinzas. Estaba decidido a provocar una pelea con Ilona a toda costa. Se volvió hacia ella y notó el brillo curioso en sus ojos.
—Yo traigo una olla, tú lo pones dentro.
Para su sorpresa, no escuchó objeciones. Rápidamente fue a la cocina y encontró un recipiente adecuado. Cuando volvió, vio a Ilona sosteniendo al cangrejo por el abdomen, hablándole con ternura:
—¿Qué pasa, pequeñín? ¿Huiste porque quieres vivir? ¡Qué bonitos bigotes tienes! —el cangrejo comenzó a agitar más activamente sus pinzas—. Tranquilo, no tienes que pellizcarme.
Antón se quedó de piedra, observando en silencio aquella insólita escena de armonía. La chica colocó al animal en la olla, le sonrió y rozó suavemente sus manos, que aún aferraban el recipiente con firmeza. Sus palmas estaban frías y húmedas, como si una brisa marina envolviera su piel.
—Después de todo lo que pasó entre él y yo… no podría comérmelo. Y, para ser sincera, nunca he probado cangrejos, solo cangrejos rey y langostas. ¿Podemos liberarlo? Yo te compro una langosta, o lo que quieras.
Ilona lo miraba con una sinceridad tan pura que Antón no pudo negarse. Las palabras punzantes se le atragantaron en la garganta y se negaron a salir. Por primera vez, no la veía como una niña mimada de papá, sino como una chica maravillosa con un corazón sincero. En su alma comenzaron a sonar las notas del remordimiento, susurrándole que ella no merecía ese trato.
Como si despertara de un hechizo, negó con la cabeza. ¡Él era quien no merecía un matrimonio forzado! Dio un tirón a la olla y, como si se sacudiera un insecto molesto, retiró bruscamente las manos de Ilona. Se giró y se dirigió en silencio a la cocina, maldiciéndose por haber desperdiciado el momento perfecto para una pelea.
Escuchó cómo ella hablaba por teléfono. Desde el pasillo le llegó su voz:
—Ya me voy, Nastia me espera.
—¡Te acompaño! —no quería perder la oportunidad de ver una vez más a Nastia.
Ilona se puso el abrigo, se acomodó un mechón claro de cabello y negó con la cabeza:
—No hace falta, el coche ya está abajo. Además, ahora tienes de quién cuidar.
Antón no entendió a quién se refería: ¿a los cangrejos, o a Serguéi que desinfectaba su alfombra con antiséptico? Observó cómo la chica se ponía los botines, incapaz de moverse, cuando ella se acercó y le dio un beso en la mejilla:
—¡Gracias por una velada tan interesante!
Ilona abrió la puerta y desapareció por la escalera.
¿Velada interesante? ¡Había hecho todo para convertirla en la peor noche de su vida! Y ella va y la llama interesante. Nunca había sufrido una derrota así. Otra chica, apenas cruzando el umbral, ya habría salido corriendo de allí. Pero esta, por alguna razón, seguía aferrándose. Como un cardo, como si él fuera su última esperanza para casarse, apretando cada vez más fuerte el nudo que asfixiaba su libertad.
Al día siguiente, Antón dejó doscientos grivnas sobre el escritorio de Bohdán.
—No quiero hablar de esto —gruñó con rabia y se sentó en su lugar.
Bohdán soltó una carcajada triunfante.
—Con tu ayuda me haré millonario en nada. ¿Qué pasó esta vez?