¿cómo deshacerse de una chica?

17

Al día siguiente, Antón dejó doscientos grivnas sobre la mesa de Bogdán.
—No quiero hablar de eso —murmuró con rabia y se sentó en su lugar.
Bogdán soltó una carcajada de satisfacción.
—Con tu ayuda pronto seré millonario. ¿Qué pasó esta vez?

Antón, a regañadientes, contó las aventuras de la noche anterior. Ahora le parecía que jamás se libraría de esa chica. Como si le echara sal en una herida abierta, Bogdán aderezó su complicada situación con bromas:
—¡La mujer perfecta! Cásate con ella sin pensarlo, y lo mejor de todo es que, en caso necesario, hasta puede darte unos buenos puñetazos. Te convertirá en su saco de boxeo personal.
—No es gracioso. Estoy haciendo todo lo posible por conservar tanto mi libertad como mi trabajo, pero parece que tendré que elegir una de las dos cosas.

Antón enterró los dedos en su cabello oscuro, que ahora se bañaba en la luz de los rayos del sol y recordaba a una castaña madura. Con gesto resignado, dejó caer la cabeza sobre la mesa, produciendo un sonido seco y característico. Bogdán se puso serio:
—Entonces, ¿te rindes? ¿Te casarás con la hija del jefe?

Esa pregunta pareció despertarlo de un sueño. Levantó la cabeza y se irguió. En su mente apareció Nastia: hermosa, inteligente, la chica perfecta que volvía loco con una sola mirada. No sabía cómo darle la vuelta a la situación para beneficiarse, pero no pensaba rendirse así como así.
—Me casaré, pero no con Ilona… sino con su hermana. Para mañana ten el dinero preparado: hoy mismo me libraré de ese molesto cardo.

Capítulo 9

Antón daba vueltas frente al cine, esperando a Ilona. Una voz interior le susurraba que aquello era una estupidez: invitarla todos los días a salir, en vez de ignorarla y disfrutar de los últimos sorbos de aire de su vida de soltero. Pero su obstinación y perseverancia no le permitían hacerlo; había decidido que lograría su objetivo de todos modos. Hoy se comportaría aún peor, y si eso no funcionaba, hablaría con ella abiertamente. Había elegido a propósito una película de terror, aunque no le sorprendería que incluso ese género la entusiasmara.

Llegó un coche blanco y de él bajó Ilona. Llevaba una chaqueta sencilla, vaqueros y botas sin tacón alto; parecía una chica común, sin pizca de arrogancia o vanidad. Una copo de nieve, caído de un árbol, se posó sobre su cabello rubio, dándole un encanto especial. La joven se acercaba sonriendo, y en ese momento estaba especialmente guapa. Antón se asustó de sus propios pensamientos: debía sacarla de su vida, no admirar su aspecto angelical.
—¡Hola! —ese saludo tan alegre lo irritó y lo devolvió a la realidad. Se colocó la máscara del peor chico del mundo y asintió levemente:
—Faltan diez minutos para que empiece. Vamos a comprar las entradas.

Se acercaron a la taquilla. Antón, sin siquiera preguntarle su opinión, eligió por su cuenta unos asientos laterales en las primeras filas. Se dirigió a Ilona con tono despectivo:
—Tú compra las entradas, yo me pongo en la cola de las palomitas.

Bajo la mirada reprobatoria de la taquillera, dejó a la chica pagando los boletos. También la obligó a pagar por dos cubos grandes de palomitas. Ella los llevaba apretados contra el pecho, sin quejarse. Solo su rostro delataba la tristeza que crecía en su corazón. Antón no entendía por qué aguantaba todo aquello sin mostrar descontento. Esperaba que ella dejara caer las palomitas y así, por fin, tendría un motivo para discutir. Pero no: Ilona las transportó con cuidado, sin perder un solo grano. Cuando se sentó, una palomita cayó al suelo.
—¿Qué estás haciendo? ¡Andas tirando semejante manjar! —Antón alzó la voz, llamando la atención de toda la sala. Se agachó, recogió la palomita del suelo y fingió que se la llevaba a la boca. Ni por su libertad estaba dispuesto a comer algo de un suelo sucio y pisoteado.
—Fue sin querer. No te preocupes, hay muchas más. Si quieres, compro un poco más.

Esa sumisión y calma lo enfurecían. Él sabía cómo manejarla como si fuera un títere, y ella ni siquiera se resistía. Aquella falta de carácter lo desconcertaba. El hombre se acomodó en la butaca y subió los pies al respaldo del asiento de delante. De la suela de sus botas caían gotas de nieve derretida, dejando huellas apenas visibles en la tapicería. Con aire de dueño, tomó el cubo de palomitas y empezó a comer, masticando ruidosamente. Por fin, Ilona no pudo contenerse:
—¿Podrías bajar los pies? Si alguien se sienta ahí, tus botas le van a molestar mucho; están ocupando media butaca.
—Pero así estoy cómodo. No pienso sacrificar mi comodidad.




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