—Pero así estoy cómodo. No pienso sacrificar mi comodidad.
La chica negó con la cabeza y soltó un suspiro pesado. Sin añadir una sola palabra más, llevó un puñado de palomitas a la boca. Antón se sintió satisfecho: al menos había logrado introducir un poco de caos en su mundo flemático, y eso significaba que hoy estaba en el camino correcto.
La sala quedó a oscuras y en la gran pantalla empezaron a proyectarse los tráilers de los próximos estrenos. Delante de Ilona se sentó una desconocida, pero el hombre que la acompañaba no se apresuró a ocupar su asiento. Lanzando una mirada a los pies de Antón, gruñó como una fiera a su rival:
—Quita tus botas, no estás en tu casa.
—Estoy sentado como me da la gana. No me molestes, que he pagado por esta película.
Antón, al ver cómo los dedos del hombre se cerraban en un puño, se arrepintió de lo que había dicho. La complexión atlética del desconocido imponía, y su corazón empezó a latir con más fuerza ante la inminencia del peligro. Ilona, tocándole las piernas, intervino:
—No montes una escena, por favor. Él bajará los pies. Antón, es su asiento, compórtate.
—Solo porque tú lo pides.
Antón dejó los pies en el suelo y, con una expresión solemne, fijó la vista en la pantalla. No estaba dispuesto a confesar que aquel gigantón le había asustado. Durante los minutos que faltaban para que empezara la película, se reprochó haber desperdiciado la oportunidad de montar un escándalo épico.
La película arrancó con una escena dinámica y sangrienta. En el momento en que una criatura oscura devoraba a su víctima dejando a la vista sus entrañas, Ilona, de repente, hundió el rostro en el pecho de Antón y apartó la mirada. Le agarró la mano con la palma fría y húmeda, y susurró:
—No me gustan las películas de terror. No puedo mirar eso.
En ese instante, ella parecía una niña indefensa que necesitaba protección. Sintió un impulso de abrazarla y resguardarla del mundo entero. No entendía de dónde nacía aquel deseo. Esa chica no era en absoluto indefensa: estaba forzándole a casarse con ella. La apartó suavemente y murmuró:
—No seas una niña. Solo es una película, todo es ficticio.
Ella se estremeció, pero se separó. Tenía el aspecto de un pajarillo asustado que necesitaba volver a su nido y ser calentado bajo un ala protectora. Antón apretó los labios. No era momento de mostrarse débil o sentir compasión. Se obligó a repetirse que a su lado estaba la personificación del mal en forma de ángel, que le estaba robando la libertad. De forma ostentosa, se secó la mano en el suéter:
—¿Por qué siempre tienes las manos húmedas?
—No lo sé, es algo fisiológico, no depende de mí —respondió ella, bajando la mirada bajo sus largas pestañas.
Antón vio que Ilona se había entristecido, y sintió que ese día sus posibilidades de librarse de ella eran más grandes que nunca. Masticaba las palomitas ruidosamente, pero parecía que eso no le molestaba ni un poco. Tuvo que recurrir a medidas más drásticas: sacó su teléfono y marcó el número de Bogdán. Este contestó casi al instante, y Antón, con voz bien alta, dijo:
—Estoy en el cine ahora mismo. Aquí están dando una película en la que quieren matar a una chica, ¿te imaginas?
Empezó a comentar cada acción de los personajes, sin importarle los chistidos del resto de espectadores. Ilona frunció el ceño y le lanzó flechas envenenadas con sus ojos color aciano. Antón estaba encantado: por fin había conseguido irritarla un poco. Del otro lado, Bogdán se echó a reír.
—¿Qué planeas? ¿De verdad crees que esto te salvará de casarte?
Ignoró la pregunta de su amigo y continuó narrando la película con renovado entusiasmo. El calvo que estaba delante, al que ya había apodado “el toro”, le lanzó una mirada de odio:
—Tío, si no dejas de hablar, te lo digo en serio, te voy a dar un puñetazo.
Antón vio la furia en sus ojos oscuros y entendió que no bromeaba. No quería desperdiciar el momento en que casi lograba sacar de quicio a Ilona, así que se atrevió a replicar:
—No me molestes, le estoy contando la película a mi amigo, él también quiere saber qué pasa.
—Ahora sí que te has ganado una.
El desconocido se levantó y, como una montaña, se cernió sobre Antón. Este, instintivamente, encogió la cabeza entre los hombros y se agazapó esperando el golpe. Ilona se puso en pie de inmediato:
—Déjelo, no monte un espectáculo. Él dejará de hablar, ¿verdad, An-ton?
Pronunció su nombre por sílabas y con un énfasis especial, mientras arqueaba sus cejas espesas. Pero Antón no pensaba dejar de jugar, sabiendo que Ilona no aprobaría una pelea. La libertad bien valía un par de moratones. Continuó interpretando su papel a la perfección, hablando en voz alta por el teléfono:
—¿Te imaginas? Aquí se ofenden porque le estoy contando la peli a mi amigo. ¡Qué gente! Te digo que son auténticas bestias, no personas.
En ese momento, un empleado del cine se acercó y le dio un golpecito en el hombro con la mano:
—Disculpe, está prohibido hablar por teléfono en la sala. Por favor, salga.
—Bueno, hermano, perdona, luego te cuento; aquí dicen que está prohibido hablar por teléfono —dijo Antón, cortando la llamada bajo las carcajadas de Bogdán. Luego, mirando severamente al empleado, preguntó—: ¿Y dónde está escrito eso?
Esas palabras actuaron como un gatillo para el gigantón. Cerró los dedos en un puño y se abalanzó sobre Antón:
—Ahora sí que te mato.