¿cómo deshacerse de una chica?

19

El codo del desconocido fue tocado por su acompañante:

—Iván, no hace falta que te manches las manos con él, ya no va a hablar.

Con movimientos lentos, acarició su codo, y aquello surtió el mejor efecto calmante del mundo. El hombre ocupó su asiento, mientras el empleado del cine intentaba hablar con Antón de la forma más diplomática posible:

—Las normas de comportamiento en el cine están expuestas en la entrada. Si quiere, puede leerlas.

—No hace falta. Está bien, ya he apagado el teléfono.

El acomodador se alejó y Antón miró a Ilona. Claramente enfadada y molesta, permanecía sentada, con la vista fija en la pantalla. Ni siquiera comía sus palomitas; su mirada parecía vacía, como si estuviera pensando en otra cosa y no siguiera el desarrollo de la película. El hombre se alegraba: un poco más y ella no aguantaría. Sin embargo, invisibles agujas de reproche le pinchaban el alma. Siguió comiendo palomitas, intentando alejar pensamientos inoportunos.

Al cabo de un rato, se le ocurrió cómo tocar el último acorde en los nervios de la chica. Llamó por videollamada a Bogdán y, de manera ostentosa, extendió el brazo para que se viera la proyección:

—Mira, justo empieza la parte más interesante.

Se complacía en que el sonido estuviera apagado y no oía la reacción de Bogdán. Tal como esperaba, el acomodador volvió a acercarse:

—Está prohibido grabar en vídeo.

—No estoy grabando, solo le enseño la película a un amigo.

—Eso también está prohibido, apague el teléfono. —Antón envidió la paciencia casi angelical del acomodador. Este pronunciaba su petición de forma monótona, sin mostrar ni una pizca de emoción. Varnóvski no pensaba ceder en su objetivo de irritar a Ilona. Quería que ella entendiera que era vergonzoso ir con él a lugares públicos. Alzó la voz, cubriendo con su protesta las réplicas de los personajes en la pantalla:

—Esto no es un cine, es un cúmulo de prohibiciones. ¿Para qué pago? He pagado, así que tengo derecho a contarle la película a mi amigo.

—Contársela, sí, pero no durante la proyección y sin grabar con el teléfono. Además, por grabar vídeo aquí hay multas. Por favor, salga de la sala. —El acomodador dio un paso al lado, dejando libre el pasillo, y señaló con la mano hacia la puerta.

Antón continuó con su actuación:

—¿Qué multas? ¿Qué tonterías dices? Te repito que no estoy grabando.

—Pues la transmisión también está prohibida. Salga de la sala o llamaré a la policía.

Ilona se puso de pie. El hombre vio que estaba harta de todo aquello. Esperaba que se marchara y lo dejara solo. Pero no; la chica le agarró la mano, obligándole a bajar el teléfono:

—Vamos, ya no tengo ganas de seguir viendo la película.

—Yo no me voy a ninguna parte. He pagado las entradas y no pienso tirar el dinero. Tengo derecho a ver la película y a mostrársela a Bogdán; él también quiere saber qué pasa después. Malditos burócratas, inventan normas para robar al pueblo honrado.

Antón parecía una vieja regañona y había captado toda la atención del público. Iván, que estaba sentado delante, se levantó y le lanzó una mirada furiosa:

—Oye, tío, sal por las buenas y deja que los demás vean la película.

—Yo no molesto a nadie. Eres tú el que me habla, yo no te estoy tocando. Así que siéntate, mira la peli y no te metas en lo que no te concierne. Amenazar sabe cualquiera, pero a la hora de la verdad se meten el rabo entre las piernas.

La cara del hombre se puso roja, y los pómulos se tensaron. Parecía una tetera a punto de estallar. Antón vio acercarse hacia él un puño cerrado. Un golpe doloroso en la nariz y un calor líquido le corrió por la cara. Los dedos se aflojaron y el teléfono cayó al suelo. Varnóvski se cubrió la nariz con las manos e intentó detener la sangre. La voz airada de Iván resonó en sus oídos:

—Te lo advertí. Sal de la sala.

—Vamos —Ilona tiró de Antón hacia sí. Esta vez él no se resistió y salió dócilmente. No veía sentido en empezar una pelea. Además, aquella cobardía demostrada no le sumaba puntos en el marcador de atractivo personal.

Se sentaron en un sofá, y la chica sacó unas toallitas húmedas de su bolso.

—Te lo merecías. Te has portado fatal —Ilona le obligó a echar la cabeza hacia atrás y le limpió la sangre de la cara. Sus movimientos eran firmes y precisos, y su tacto, helado. Ese frío despejaba la mente y despertaba el deseo de calentar aquellos dedos entre las propias manos.

En los ojos de la joven veía océanos azules en los que bullía la tristeza. Aquella pena se asomaba hasta lo más hondo de su alma y apelaba a su conciencia. Ilona le puso una toallita limpia en la nariz:

—Ten. Esperemos que no te haya roto nada. ¿Por qué provocaste a ese hombre? Lo estabas molestando a propósito, ¿verdad?




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