Anton comprendió que había ido demasiado lejos y que la chica ya había entendido sus intenciones. Agarró la toallita y se apretó la nariz, esperando que la sangre se detuviera pronto.
—Ese animal me sacó de quicio. Se comportaba como si todo el cine fuera suyo.
—En realidad, así te comportabas tú. Molestabas a todos. No debiste llamar a tu amigo, eso sí fue demasiado.
En los ojos del hombre brilló una chispa: ahí estaba, el momento perfecto para la pelea, y no pensaba desaprovecharlo.
—Me comporté con normalidad, no veo nada de criminal en ello. Todos se me echaron encima con quejas. No necesito sermones ni consejos, y menos de ti.
—Ya lo he entendido. Está bien, voy a buscar tu teléfono, pero tú procura quedarte quieto y no meterte en nada más.
Ilona se levantó y entró de nuevo en la sala. El empleado, mirándolo, negó con la cabeza en señal de desaprobación. Sin embargo, en ese momento, Varnóvskyi también se condenaba a sí mismo. Cada día ponía a prueba la paciencia de la chica, que parecía no tener límites. Ilona resultaba ser bondadosa, compasiva y sensata, y no merecía ese trato. Aquellos pensamientos lo asustaban. Tenía que recordar que ella era un monstruo que intentaba encadenarlo para siempre con el matrimonio.
Cuando Ilona salió de la sala, esas dudas innecesarias se disiparon, y el hombre estaba listo para continuar con su juego. La chica le tendió el teléfono:
—Toma. Vamos, te llevo a casa, allí podrás curarte.
Anton asintió y ya se imaginaba cómo haría berrinches y molestaría a su insistente prometida mientras ella lo cuidaba. Subió al coche y, con la intención de manchar de sangre la tapicería clara de los asientos, se quitó la toallita de la nariz. Sentía un dolor sordo, pero la sangre ya no salía. Un tanto decepcionado, desvió la mirada hacia la ventana.
Condujeron un rato en silencio, un silencio que no resultaba incómodo, hasta que Ilona lo rompió:
—¿Y los cangrejos, los cociste?
—No, no tuve tiempo. Los puse en la olla y cerré la tapa para que no escaparan; no soportaría otro ataque de pánico de Sergiy. ¿Quieres que los probemos hoy?
Anton ya se había imaginado cómo organizaría para ella una cena infernal. De esos cangrejos no había probado nunca. Pero la chica negó con la cabeza y, con una tristeza en la voz, lo dejó atónito con su respuesta:
—No podría comerme a Dale.
—¿A Dale? —las cejas del hombre se alzaron mientras observaba a Ilona con atención.
—Así llamé a los cangrejos: Chip y Dale. Como los héroes de mi dibujo animado favorito de la infancia. Siempre acudían en ayuda. Espero que no te enfades porque les puse nombre; de todos modos, su vida no será muy larga.
Anton se dio una palmada en la frente. Ilona lo irritaba con su blandura. Su compasión hacia todo ser vivo, su paciencia angelical y su serenidad la hacían totalmente diferente a su padre. Se le coló la idea de que quizá valía la pena hablar con ella con sinceridad y confesarle que no quería casarse. Pero de inmediato se le apareció la imagen de un rostro lloroso, acusaciones injustas, una desagradable conversación con Zagranjuk y él mismo escribiendo la carta de renuncia. No, eso no podía permitirlo. No iba a perder un trabajo prometedor por un solo error. Debía actuar con astucia.
El coche se detuvo frente a la casa de Anton, y él preguntó:
—¿Quieres subir a ver a los cangrejos?
—No, lo siento, pero ya tuve suficientes aventuras por hoy. Procura no meterte en problemas mientras subes al piso.
Su cuidado despertó en él un sentimiento de gratitud y un doloroso calor en el pecho. Sin saber bien por qué, se inclinó y, con un toque apresurado, la besó en la mejilla. La chica bajó la mirada con timidez, como si acabara de ocurrir su primer beso. Él percibía su confusión y un incómodo silencio quedó flotando en el aire.
Agarró la manilla de la puerta y, sin despedirse, salió disparado del coche. Estaba furioso consigo mismo por aquella acción imprudente. No quería que Ilona se hiciera ilusiones. Su belleza lo atraía, su cuerpo aún recordaba las embriagadoras caricias y exigía repetirlas. Por esa debilidad masculina se encontraba en aquella absurda situación, y si cedía a esos instintos primitivos, se quedaría atrapado en ella para siempre.
Anton decidió cambiar de táctica. Después de lo ocurrido, su frágil relación estaba condenada al fracaso.