Sosteniendo en la mano el ramo que no había logrado entregar a Nastia, Antón se acercó a Ilona y le tendió las flores, arrepintiéndose de no haber comprado simples hierbajos. La muchacha contempló el ramo con admiración y luego levantó la vista hacia él. Por primera vez, Antón notó que sus ojos brillaban y desprendían felicidad. Ya no parecían fríos ni indiferentes como de costumbre: en ellos se había instalado el calor y la alegría.
Ilona tomó el ramo con timidez y hundió la nariz en los delicados pétalos.
—¡Gracias! Nunca me habían regalado unas rosas tan originales.
—¿No te gustan? —Antón miró su propia mano y descubrió las pequeñas heridas que las espinas le habían dejado. En realidad, deseaba que no le gustaran, o mejor aún, que fuera alérgica a las flores.
Pero ella sonrió, y con esa sonrisa cálida sembró una semilla de bondad en el corazón del hombre.
—Al contrario, son preciosas. Es tan inesperado y agradable… Como no hablamos en estos días, pensé que estabas enfadado conmigo. Y cuando Nastia me contó lo de la sorpresa, me quedé realmente asombrada. Gracias, has hecho realidad un sueño que tenía desde hace mucho tiempo.
Antón apretó los labios con rabia. Sin darse cuenta, había cumplido el mayor deseo de la chica. Quiso soltar alguna grosería, pero su intención fue interrumpida por el instructor, que empezaba a explicar las normas de seguridad del vuelo. El joven ni siquiera lo escuchaba: en su mente elaboraba un plan para transformar aquella cita perfecta en un infierno.
El fuego encendió el quemador y el globo comenzó a llenarse de aire caliente, tomando forma esférica.
El instructor ordenó subir a la cesta. Antón fue el primero en saltar dentro, y se le pasó por la cabeza la idea de emprender el vuelo sin Ilona. Ni siquiera intentó ayudarla a entrar. Con indiferencia en el rostro, observaba cómo la chica colocaba los pies en los peldaños especiales e intentaba impulsarse. Fue la mano del instructor la que finalmente la ayudó a subir.
El muchacho moreno permanecía en tierra y la miraba con admiración:
—Con cuidado, no permitiré que una belleza como tú se caiga.
Antón apretó con fuerza los barrotes de la cesta. Si a ese joven tanto le gustaba Ilona, bien podría casarse con ella. La chica respondió con una sonrisa educada:
—Gracias por la ayuda, aunque habría podido sola.
—No lo dudo, pero si hubieras caído, habrías terminado en mis brazos. Te habría atrapado sin falta.
Ese flirteo encubierto irritaba a Antón, que, con un gran deseo de cortar aquel parloteo, se volvió hacia el piloto:
—¿Falta mucho? ¿Cuándo despegamos?
—Prepárense y agárrense fuerte.
El globo, convertido en una esfera radiante, se elevó del suelo. La cesta era pequeña e Ilona estaba muy cerca de Antón. El piloto se encontraba detrás de ellos, pero ni siquiera su presencia arruinaba la atmósfera romántica de aquel momento.
La tierra se alejaba, y con la subida al cielo crecía también el entusiasmo de la muchacha. Miraba fascinada los campos, donde la nieve caía en pequeños montículos que parecían un mullido tapiz. Los árboles lucían un encaje plateado que resplandecía bajo el sol. Ilona no contenía su asombro:
—¡Esto es increíble! Gracias, es el mejor regalo de mi vida.
Emocionada, se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Sus labios cálidos rozaron suavemente su piel, y una ola de calor recorrió el cuerpo de Antón. Aturdido, se quedó mirando aquellos ojos del color del cielo despejado y, por primera vez, vio en ellos la felicidad. Ilona sonreía, y con su sonrisa iluminaba todo a su alrededor.
Antón no entendía por qué, de repente, aquella muchacha despertaba en él sentimientos temblorosos. Ella notó cómo se tensaban los pómulos en aquel rostro severo y, avergonzada, apartó la mirada:
—Perdona por lanzarme sobre ti así, tan de repente… Son mis emociones.
La chica fijó la vista en el horizonte, deleitándose con el paisaje. Antón no dijo nada en respuesta; estaba furioso, porque en su lugar debería estar Nastia. La habría abrazado, le habría tomado de la mano y le contaría historias divertidas. A su lado las palabras surgían solas. Con Ilona, en cambio, no le nacía hablar.
El silencio incómodo era interrumpido a ratos por el piloto, que contaba anécdotas ocurridas en otros vuelos en globo.
Entonces Antón notó que Ilona empezaba a temblar. Su mirada se volvió triste y la sonrisa desapareció de su rostro. Su abrigo gris no era tan cálido como había parecido. Se hundió en su bufanda blanca, la gorra del mismo color ocultaba su cabello claro y los guantes negros apenas daban calor a sus siempre frías manos. Antón comprendió: Ilona tenía frío.
Debería haberse alegrado, pues así recordaría aquel paseo para siempre, y no con los recuerdos más agradables. Sin embargo, una punzada de culpa y compasión se abrió paso en su corazón. Y aunque quizás después se arrepintiera, no pudo contenerse: sacó de su mochila una manta abrigada. La había preparado para Nastia, imaginando cómo se arroparían juntos, cómo la atraería por la cintura, le susurraría confesiones al oído y, finalmente, la besaría.
Aquella imagen se disipó como niebla espesa hecha de dulces sueños. A su lado estaba Ilona, una vez más arruinándole la vida. Desplegó la manta y se la echó descuidadamente sobre los frágiles hombros.
—Pensé que podrías tener frío.