¿cómo deshacerse de una chica?

27

—¡Gracias! En verdad suelo tener frío muy a menudo —la chica enseguida tomó la manta y se envolvió en ella—. ¿Es la primera vez que vuelas en globo?

—Sí, antes nunca me había interesado.

La respuesta fue sincera. Ayer, al teclear en el buscador “citas románticas”, lo primero que apareció fue un paseo en globo aerostático. Antón quería acercarse a Nastia, impresionarla y hacer de aquella cita algo inolvidable, el mejor momento de su vida. Poco a poco comenzaron a conversar y el hombre dejó de pensar en el objeto de sus sueños, riendo mientras contaba anécdotas divertidas. La risa de Ilona resultaba clara y auténtica, y provocaba un calor nuevo en el pecho de Antón. La gruesa capa de hielo en su corazón comenzaba a derretirse, y olvidó por completo su propósito de convertir aquella cita en un infierno. Por primera vez, desde que estaba con ella, se mostraba sincero, sin fingir, siendo simplemente él mismo.

El sol se escondió en el horizonte y la penumbra empezó a caer. El viento se intensificó, azotando sin piedad la piel delicada. El piloto anunció que en breve iniciarían el descenso y explicó qué hacer. Ilona se aferró con más fuerza a las barandillas y se inclinó hacia Antón.

—Tengo miedo.

—No hay nada que temer, nadie se ha quedado nunca en el cielo, todos regresan a la Tierra.

La frase, pronunciada por el piloto en tono tranquilizador, no logró aliviarla. Antón debería alegrarse: al menos de ese modo se vengaría de Ilona. Sin embargo, no sentía satisfacción alguna. Al ver el miedo en aquellos océanos azules, no pudo contenerse y la rodeó suavemente por la cintura, tomando su mano temblorosa.

—No te preocupes, todo saldrá bien. Estoy contigo.

En ese instante, la cesta comenzó a sacudirse…

El globo descendía hacia la tierra. Los instructores lo esperaban para ayudar a realizar un aterrizaje suave. Antón sentía el temblor de Ilona, veía cómo cerraba los ojos y se pegaba a él con fuerza, aferrándose a la barandilla con ambas manos. La manta resbaló de sus hombros, pero a la joven no parecía importarle. Cuando la cesta tocó tierra, el globo comenzó a desinflarse lentamente. Antón observó a la muchacha, que ahora le recordaba a un pajarillo asustado, necesitado de calor y calma. Ella mantenía los labios apretados, inmóvil, apoyada contra él como si fuera su único sostén. Antón se inclinó, y con un tono suave, casi temeroso de asustarla, susurró:

—Ya está, puedes abrir los ojos. Hemos aterrizado.

Ilona lo miró, como intentando descifrar su verdadera esencia. Aquel vistazo lo envolvió en calidez y ternura. Entre ambos parecieron tejerse hilos invisibles de confianza, y surgieron las primeras chispas de una simpatía mutua. Esa frágil conexión fue rota por la voz del instructor, que ya le tendía la mano a la joven:

—Permíteme, te ayudo.

La muchacha con esfuerzo apartó la mirada de los zafiros verdes que ahora parecían los ojos de Antón, y depositó su delicada mano en la grande y áspera del hombre. Una vez en tierra, vio una furgoneta plateada, de detrás de la cual asomaba curioso el humo. De pronto apareció un joven vestido con pantalones negros y delantal sobre una camisa blanca. Con un gesto galante de la mano anunció:

—Pasen, por favor, todo está listo, tal y como lo encargaron.

Antón lanzó una mirada furiosa hacia la hoguera encendida y se dio una palmada en la frente. Había olvidado por completo la cena al aire libre que había reservado junto al fuego. Tendría que haberla cancelado, pero, confundido por la ausencia de Nastia, no se le ocurrió. No deseaba que aquella velada se volviera aún más romántica. Solo le quedaba esperar que Ilona no aceptara. El hombre negó con la cabeza:

—Creo que lo cancelaremos. La chica está muy helada.

Ilona, envuelta nuevamente en la manta, se apartó un poco y contempló fascinada las llamas rojas que danzaban contra el cielo crepuscular. En sus ojos brillaban chispas de alegría, y Antón comprendió que no le quedaba otra salida: cenarían allí. Como confirmando sus sospechas, ella se apresuró a decir:

—No te preocupes, junto al fuego estaremos calientes. ¡Vamos!

—Tu ropa puede impregnarse del olor del humo… —Antón ni siquiera sabía por qué se resistía, pero sentía que así era lo correcto.

—No importa.

Con paso decidido se acercó a la hoguera y extendió las manos cubiertas por los guantes negros hacia el calor. A un lado se encontraba un colchón cubierto con una sábana roja brillante. Cuando Antón había solicitado el servicio, lo hizo pensando en que Nastia estuviera cómoda y cálida; por eso, al lado descansaban dos mantas gruesas, dobladas con esmero. El camarero ofreció a Ilona una taza de vino caliente. Ella aceptó y tomó la copa humeante entre sus manos. Se sentó en el colchón y, con una mirada especial hacia Antón, preguntó:

—¿Tú organizaste todo esto? Noto aquí la influencia de Nastia… a ella le gusta que todo sea cómodo y refinado.




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