Suavemente, con ternura, atento a sus propias sensaciones, exploraba cada milímetro de los labios de la joven. Con sorpresa descubrió que su corazón daba piruetas desenfrenadas en el pecho y que una oleada de calor envolvía su cuerpo en un abrazo protector. Le gustaba besarla: había surgido un sentimiento nuevo, desconocido hasta ahora, que le regalaba consuelo y un estremecimiento especial.
Ni siquiera besando a Nastia había sentido esa exaltación. El recuerdo de la muchacha fue como un conjuro roto, y Antón se apartó, separando sus labios de los de Ilona. Estaba enfadado consigo mismo por aquella debilidad, por no haber resistido de nuevo al atractivo de la chica. Soltó sus manos y trató de no mirarla.
—Ya es tarde, tenemos que volver. Llamaré a los chicos, recogerán todo esto y nos llevarán a casa.
Antón recalcó con intención la última palabra, para que a Ilona ni se le pasara por la cabeza que pasarían esa noche juntos. Ya había cometido demasiados errores y ni siquiera imaginaba qué más debía hacer para eclipsar aquella cita.
Ella asintió en silencio. La felicidad se apagó en sus ojos mientras contemplaba las últimas llamas del fuego y escuchaba cómo Antón hablaba por teléfono. El encanto de aquella velada se desvaneció: había regresado la realidad, donde no era más que la hija del jefe de aquel hombre. Sabía que él estaba con ella solo por la influencia de su padre y por el dinero, y se reprochaba su sinceridad y aquella repentina simpatía hacia él.
Mientras esperaban el coche, ninguno pronunció palabra. El silencio no era opresivo: cada uno se había refugiado en sus propios pensamientos. Los muchachos llegaron rápido, colocaron el colchón y la bandeja en el coche, apagaron las brasas y recogieron a los pasajeros.
Antón dio la dirección de Ilona y la miró de reojo. Ella estaba a su lado, pero parecía estar muy lejos en sus pensamientos. Él intuía que su comportamiento la había entristecido, pero estaba convencido de que era lo correcto. No estaban destinados a estar juntos, solo debía lograr que ella lo aceptara.
Al despedirse, como era habitual, no la besó; apenas logró forzar un escueto:
—Buenas noches.
Ilona, sin mostrar la pena que le cubría el corazón como un manto pesado, le regaló una sonrisa:
—Gracias por una velada maravillosa.
Antón llegó a casa sin poder dejar de pensar en ella. Esa noche la había visto distinta: tierna y vulnerable. Apretó el teléfono en su mano, pero no se atrevió a llamar a Nastia. Decidió hacerlo al día siguiente: sus sueños con ella seguían intactos.
La mañana comenzó con una visita inesperada de Zagraniuk. La sola idea de que aquel hombre supiera del beso con Nastia lo aterraba. Eduard Mykoláievich parecía serio y enfadado, aunque siempre daba esa impresión. Su voz autoritaria retumbó en el despacho:
—Bueno, Varnovski, no sé qué ha visto mi hija en ti, pero este fin de semana te vas con ella a la estación de esquí. Nastia y Apolon cumplen aniversario, y todos iremos a celebrarlo.
Antón parpadeó, desconcertado. Había entendido poco, pero sonaba a orden inapelable. Esperando haberse confundido, preguntó:
—¿Pero Nastia no había roto con Apolon?
—Claro que no, ¿qué tontería es esa? El viernes salimos, y quiero el informe en mi mesa antes de entonces.
Aturdido por la noticia, el hombre salió del despacho. Antón se golpeó la frente con la palma. Ignorando las bromas de Bogdán, marcó el número de Nastia.
La voz familiar despertó recuerdos y sueños indeseados.
—Hola. Tu padre acaba de pasar por aquí y me ha dicho que este fin de semana vamos a la estación de esquí a celebrar tu aniversario con Apolon.
Nastia guardó silencio, y esa pausa hizo que el corazón de Antón estuviera a punto de salírsele del pecho. Sentía que en ese instante se decidía su destino. Finalmente, ella suspiró con pesadez:
—Ah, sí. Nos reconciliamos ayer.
Esas palabras sonaron como una sentencia que destrozaba todas sus esperanzas. Antón sintió que su sueño se alejaba de él como un globo que se eleva en el cielo. Contuvo la respiración mientras escuchaba las torpes explicaciones de la muchacha:
—Vino a buscarme, pidió otra oportunidad y al final cedí. Nos unen muchos años y no puedo dejarlo así como así. Espero que lo entiendas… y que nuestro secreto quede entre nosotros. Nadie debe saber de ese beso. Yo estaba triste, y tú te dejaste llevar por los recuerdos. Será mejor que no volvamos a mencionarlo.
Pero Antón no quería olvidarlo, ni mucho menos renunciar a Nastia. Tenía un fin de semana para convencerla de que él valía más que el presumido de Apolon. La misión parecía imposible: conquistar a Nastia y librarse de Ilona… todo bajo la mirada de Zagraniuk.