La mañana del sábado comenzó al amanecer. Ilona lo llamó para avisarle que lo esperaban frente a su edificio. Desde la cita en el globo aerostático no se habían vuelto a ver, y apenas habían hablado por teléfono una sola vez. Anton, a propósito, no la había buscado, y ella tampoco había dado señales de vida. Le sorprendía cómo su relación había logrado sostenerse casi dos semanas, aunque este fin de semana haría todo lo posible por convencerla de su indiferencia.
En la calle lo esperaba un automóvil negro de siete plazas. Anton abrió la puerta y lo primero que vio fue a Nastia y Apolón, sentados en el asiento trasero con los dedos entrelazados. Los celos lo envolvieron como una hiedra venenosa que se apretaba en su cuello, robándole el aire y encendiendo un ardor en el pecho. Ese lugar debía ser suyo: él debería estar al lado de Nastia, sosteniendo sus manos. Aun así, aunque junto a ella había un sitio libre, decidió ignorar sus deseos y se sentó junto a Ilona, instalada justo detrás del asiento del conductor. A su lado dejó la mochila con sus cosas.
Al volante iba el propio Zagraniuk, y en el asiento delantero, Kateryna Petrivna. Toda la familia estaba allí reunida, y Anton, a su pesar, era casi ya parte de ella. Apretando los dientes, murmuró:
—¡Buenos días!
Le respondieron y el coche arrancó. Durante todo el trayecto Anton no pronunció una sola palabra a Ilona. Se cuidaba incluso de no mirarla ni rozarla. Ella tampoco intentó acercarse: con la mirada perdida en la ventanilla, se veía ausente y triste. En cambio, Apolón irradiaba felicidad, parloteando dulcemente con Nastia. Anton observaba cómo la atraía hacia él, cómo le susurraba algo al oído hasta arrancarle carcajadas y cómo ella le apretaba las manos con ternura. Parecía como si aquella conversación en el despacho y aquel beso nunca hubiesen existido.
Los paisajes cambiaban tras el cristal, y pronto comenzó a caer nieve. Los copos cubrían los vidrios con un espeso manto, reduciendo la visibilidad. Finalmente, tras varias horas de viaje, llegaron a destino. Un lujoso hotel los recibió con los brazos abiertos. Zagraniuk, como cabeza de familia, repartió las llaves en el vestíbulo y ordenó con voz firme:
—Lleven sus cosas a las habitaciones. Nos encontramos en el restaurante en diez minutos.
El tono autoritario no admitía objeciones. Con desagrado, Anton descubrió que compartiría habitación con Ilona. Aunque lo había imaginado, aún mantenía la esperanza de que la severidad de Eduard no le permitiera a su hija dormir en la misma estancia que un hombre. Resignado, apretó la llave en su mano y avanzó por el pasillo. No tuvo que buscar mucho: para su desdicha, la habitación de Zagraniuk quedaba justo al lado.
Anton entró en el cuarto que, por dos días, compartiría con Ilona. Mobiliario estándar, un baño, un armario amplio junto a la entrada: todo bastante corriente. El hombre dejó caer la mochila en el suelo y, por primera vez en toda la mañana, se dirigió a la muchacha:
—Tú acomódate aquí. Yo bajo al restaurante; no quiero llegar tarde… tu padre ya me mira como lobo hambriento a oveja herida.
Sin esperar respuesta, salió del cuarto. Fue el primero en llegar al restaurante y tomó asiento cerca de la entrada. El interior estaba decorado con un aire folclórico: paredes de madera adornadas con tapices, vajilla de barro, sombreros y ristras de guindillas colgando de hilos.
No tardaron en aparecer Apolón y Nastia. Él entró con aires de grandeza, como un dios griego descendiendo del Olimpo. Detrás, Nastia avanzaba con pasos cortos, visiblemente triste, como si toda aquella efusividad en el coche hubiese sido solo una farsa. Apolón, al ver a Anton, le apretó ostentosamente la mano a su acompañante.
—No elegiste el mejor sitio. A Eduard no le gustará —comentó con suficiencia—. Pero no me entrometeré.
Se sentaron frente a él. Anton replicó, molesto:
—¿Por qué no? Es un buen lugar. Desde aquí se ve todo, y para salir no hay que atravesar el salón entero.
—Ajá… Pues desde la puerta entrará el frío, los demás huéspedes nos verán de inmediato, y si alguien cuelga el abrigo en el perchero, estorbará justo donde estás sentado.
Anton no pensaba ceder ante la pedantería de aquel pavo real engreído. Al elegir la mesa ni siquiera lo había pensado, pero ahora lo consideraba cuestión de honor defenderla.
—Yo diría lo contrario: no será frío, sino aire fresco. No sabía que te incomodaba tanto la atención de la gente. Además, no serán ellos quienes nos miren, sino nosotros a ellos…
Se interrumpió al ver entrar a Eduard. Detrás de él estaban Kateryna Petrivna e Ilona. Zagraniuk frunció el ceño apenas vio dónde se habían sentado.
—¿Por qué escogieron esa mesa? Es pésima.
—Anton insistió —respondió Apolón, sin ocultar su satisfacción.
Eduard se dejó caer en la silla y repitió casi palabra por palabra lo dicho por su futuro yerno:
—De la puerta entrará el frío, la gente pasará todo el tiempo, y de esos sombreros caerá polvo sobre nuestros platos. Pero si insistes, no me opondré.