¿cómo deshacerse de una chica?

31

Anton apretó aún más los labios. Parecía que Apolo conocía demasiado bien a Eduardo y copiaba su manera de comportarse. Ilona se sentó a su lado y ni siquiera miró a su prometido. El hombre se alegraba: por fin la chica se daría cuenta de que no eran pareja.

Hicieron el pedido y el camarero trajo la comida rápidamente. Antón pidió un borsch rojo con panecillos de ajo, total, hoy no pensaba besar a nadie, al menos no a Ilona. Nadie más quiso ese plato, así que el hombre sorbía su sopa en silencio, lanzando miradas sombrías a Apolo, cuya predicción sobre el perchero se había cumplido. Una señora colgó su abrigo de zorro ártico y el pelaje rozaba el hombro de Antón.

Apolo, como si no notara la mirada atenta de Antón, empezó a echar pimienta sobre sus varéniki de patata y dijo:

—Me encanta todo lo picante. Dicen que solo los verdaderos hombres no sienten el ardor. Antón, ¿tú eres un verdadero hombre?

La pregunta sonó provocadora, cargada de desafío.

Antón intentó mostrarse convincente:

—Por supuesto. Pero lo picante no me gusta.

—Pues ya me has contestado —Apolo soltó una carcajada y Zagarliuk se unió a él.

A Varnovski le desagradó que se rieran de él, y la mirada despectiva de Nastia lo remató del todo. Deseando demostrarles su hombría, arrebató de las manos del hombre el pimentero y, mirándolo a los ojos, empezó a sacudirlo rápidamente sobre su borsch.

—Que no me guste no significa que no lo coma.

Dejó el pimentero sobre la mesa y miró su plato. El líquido rojo estaba casi cubierto por diminutas migas negras. Antón comprendió que se había pasado, pero ya era tarde para echarse atrás. Hundió la cuchara en la sopa y, tratando de tomar la menor cantidad posible de pimienta, se la llevó a la boca.

De inmediato sintió el sabor ardiente: la garganta le quemaba y una ola de especias le subió a la nariz. Un cosquilleo invisible de plumas le irritó las fosas nasales y no aguantó: cubriéndose con las manos, se giró y estornudó sobre el lujoso abrigo de zorro. Al menos se alegraba de que la dueña de la prenda no lo hubiera visto.

Apolo seguía burlándose:

—Ajá, ahora entiendo por qué no lo comes. Yo una vez probé un habanero y ni siquiera fruncí el ceño. Tú seguro que no te atreverías a probarlo.

—No tiene nada de especial, claro que lo probaría, si la gente lo come.

—Los verdaderos hombres, no la gente corriente. Ni siquiera te comerías un simple chile.

Antón no entendía por qué Apolo intentaba humillarlo. No quería parecer un cobarde delante de Eduardo, y mucho menos delante de Nastia, así que declaró con firmeza:

—Si estuviera aquí, lo comería.

—Y lo está. Justo detrás de ti.

Antón se dio vuelta y vio colgado en la pared, ensartado en un hilo, un chile un poco seco. Le dieron ganas de golpearse la frente: ¿cómo había podido olvidarlo?

Apolo continuó con su provocación:

—Entonces, ¿qué? ¿Lo pruebas?

Él lo miraba con desafío; en sus ojos danzaban chispas burlonas y los labios se le curvaban en una sonrisa satisfecha. Entre sus miradas se libraba una batalla invisible, en la que cada uno quería salir vencedor.

Finalmente Ilona no aguantó más, apartó su plato de ensalada y exclamó:

—¿Qué juegos son estos? Apolo, deja ya este circo infantil y déjanos comer tranquilos.

—¿Y tú por qué te asustas? ¿Temes que tu galán no sea tan hombre como parece?

Los dedos de Antón se cerraron en puños. Estaba harto de aquellas humillaciones y alusiones. No pudo contenerse y se levantó de golpe:

—Para acabar con estas absurdas acusaciones, probaré el chile. Pero tú, Apolo, lo probarás conmigo. Tú ya comiste habanero, así que para ti no será difícil.

—¡Con mucho gusto!

Antón agarró con todas sus fuerzas la vaina, imaginando que era la cabeza de Apolo, y tiró de ella. No pudo arrancarla: el chile parecía pegado al hilo y no quería soltarse. Tiró con más fuerza y arrancó la cuerda de la pared junto con todos los chiles.

Eduardo sonrió:

—Varnovski, no esperaba que fueras tan fuerte; un poco más y dañas la pared.

Antón calló con discreción, arrancó dos chiles y lanzó uno con desdén a su oponente.

Los hombres apretaron las vainas en sus puños sin apartar la mirada el uno del otro. Entre ellos flotaba una tensión como la de dos vaqueros antes de un duelo. Para completar la atmósfera solo faltaba un arbusto rodante.

Nadie se atrevía a probar primero. En su guerra invisible intervino Nastia:

—¿Y bien? ¿Quién lo va a probar primero? ¿O es que los dos son valientes solo de palabra?

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