¿cómo deshacerse de una chica?

32

Esto fue el detonante. Los hombres mordieron casi al mismo tiempo y continuaron mirándose fijamente.

Antón sintió como cuchillos invisibles le desgarraban la lengua; la garganta ardía con fuego infernal y en la nariz se levantó un viento desértico que lo resecaba todo. Intentó no masticar y tragar el trozo entero, pero no pudo. Se vio obligado a morder varias veces el chile y cada contacto con aquella comida le parecía mortal. Las lágrimas asomaron en sus ojos, aunque se esforzaba al máximo por contenerlas. Lo único que lo consolaba era que, a juzgar por todo, a Apolo tampoco le resultaba agradable. Su rostro se tiñó de rojo, igual que el mismo chile que había desatado aquella absurda competencia.

Apolo mordió otro pedazo y Antón, para no parecer cobarde, lo imitó. Ese bocado resultó aún más picante, y en su boca se encendió un verdadero incendio. Para demostrar su superioridad, dio una mordida fatal. La tercera fue de sobra: sentía como si un enjambre de abejas furiosas se hubiera instalado en su boca y lo atacara sin descanso. No aguantó más y escupió un trozo del chile sobre la mesa, buscando agua desesperadamente con la mirada.

Al no ver nada, tomó la cuchara y empezó a comer borsch, que también estaba bastante condimentado. Hizo un gesto al camarero, pero no podía pedir nada: su voz había desaparecido, y el ronco jadeo que salía de su pecho era incomprensible. Todos alrededor se reían de su reacción; le enfurecía haber quedado en ridículo delante de Nastia y haberle dado a Eduardo un motivo más para burlarse.

Ilona, la única que no se divertía, no soportó verlo sufrir y se dirigió al camarero:

—Tráiganos agua sin gas, por favor, y rápido. Estos chicos han decidido jugar a ser héroes.

El camarero asintió y se apresuró hacia la barra. Antón, sin embargo, no podía esperar tanto. Sentía que su cabeza ardía y que en cualquier momento iba a consumirse por completo. En aquel instante le daba igual lo que pensaran de él: lo único importante era salvarse de ese infierno que le abrasaba la boca y la garganta. Abrió la boca y agitó la mano delante de ella, esperando disipar un poco aquel viento desértico.

Su mirada se posó en el abrigo de zorro ártico. Recordaba haber oído que el olor de la piel podía enmascarar otros aromas. Con la esperanza de apagar el desierto en su nariz, hundió el rostro en la prenda e inhaló con fuerza. El dulzón aroma floral del perfume le revolvió el estómago. Se apartó y notó en los labios los finos pelillos del pelaje.

Saltó de su asiento y, esquivando el abrigo ya un poco baboseado, corrió hacia el acuario, que le parecía un oasis en medio de aquel desierto abrasador. Sin pensarlo, hundió la cabeza en el agua.

El líquido salvador, con un extraño sabor, le supo en ese momento a Borjomi. Corrió por su garganta y extinguió las llamas infernales.

Sintió una mano posarse en su hombro. Con vergüenza y la sensación de haber sido completamente derrotado, se irguió y miró al camarero, que lo observaba sorprendido mientras le tendía una botella de agua. Quiso tomarla y enjuagarse el desagradable sabor que le quedaba en la boca, pero Apolo le arruinó la intención: se apoderó de la botella y la vació en grandes tragos.

Ilona se acercó, se puso las manos en la cintura y, en tono reprobador, se dirigió a ambos:

—¿Ya terminaron? Parecen niños pequeños. No se entiende qué querían demostrar ni a quién. —Rozó suavemente la mano de Antón—. ¿Y tú, cómo estás?

—Bien… —su voz sonó ronca. Sintió miedo de que aquel maldito chile le hubiera dañado las cuerdas vocales. Tosió un poco y miró al camarero—. Tráigame también una botella de agua.

De la mano de Ilona, regresó a la mesa y, esquivando el repugnante abrigo, se sentó en su lugar. Apolo se unió a ellos, y su rostro ya no mostraba la misma seguridad de antes.

Eduardo Mijáilovich no ocultaba la risa:

—Bueno, muchachos, por lo que acabo de ver puedo concluir que ninguno de ustedes es un verdadero hombre. Chicas, ¿aún quieren casarse con ellos?

Sus hijas bajaron la cabeza, culpables, como si hubieran cometido un grave error.

Katerina Petrivna dio un codazo a su marido:

—¿Y tú de qué te ríes? Tú ni siquiera lo probaste.

—Yo no pierdo el tiempo en tonterías.

Que aquello había sido una verdadera tontería, Antón lo comprendió unos minutos después. Su estómago comenzó a rugir y un dolor punzante lo atravesó. El vientre se le retorció en un nudo apretado y lo pinchaba levemente. Se levantó de prisa y se dirigió al baño. No tenía dudas: recordaría aquel viaje para siempre.

Cuando regresó al salón, solo encontró a Ilona sentada a la mesa, mirando aburrida la pantalla del teléfono. Con ese jersey de lana parecía tierna y hogareña. Se acercó a ella y frunció el ceño al ver el abrigo: aún tenía en la boca el sabor del pelaje.

—¿Y los demás?

—Se fueron. Yo decidí esperarte. Como afuera hay tormenta de nieve, todas las carreteras están cerradas. Papá y Apolo quisieron jugar al billar; si quieres, puedes unirte a ellos. Yo me voy al spa con Nastia. Mamá no quiso venir, así que con mi hermana hablaremos de secretitos sucios sobre nuestros prometidos.

Aquello puso en guardia a Antón. No quería que Ilona contara a Nastia sobre su beso. Aunque no estaba seguro de que aún no lo hubiera hecho, le intrigaba saber qué compartían esas hermanas. No perdía la esperanza de estar con Nastia. Frunció las cejas con un aire juguetón:

—¿Secretitos sucios? ¿Y qué dirás de mí?

—Que actuaste de manera insensata dejándote provocar por Apolo. Voy a cambiarme y al spa. Espero que no te aburras.




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