La muchacha repetía la misma versión que le había contado a su padre.
El hombre comprendió que, si no le decía la verdad a Nastia, es porque la relación entre las hermanas no era precisamente cercana.
En ese momento, se le acercó a Antón una joven vestida con uniforme blanco:
—¿Es usted para el masaje con fuego?
—¿Yo? —se giró para asegurarse de que realmente le hablaban a él. Al confirmar que sí, negó con la cabeza—. No, no… solo estoy aquí sentado, ¿sabe?, leyendo una revista… —echó un vistazo rápido a la página abierta, donde un artículo con un título escandaloso, “Cómo hacer que un chico se enamore de ti”, lo hizo sonrojar. Cerró el ejemplar con apuro, confiando en que la chica no alcanzara a leer el encabezado, y murmuró con inseguridad—: Eh…, aún no he decidido qué procedimiento hacerme.
—Entonces debería sentarse en aquel sofá —la masajista señaló un rincón alejado de la sala—. Allí hay folletos con la descripción de todos los tratamientos. Si necesita ayuda, puedo explicárselos con más detalle.
Antón entendió que desde ese lugar no oiría nada, así que masculló sin pensarlo:
—Entonces hágame eso que usted proponía.
—Quítese el albornoz y acuéstese boca abajo.
Aquel mandato no le hizo ninguna gracia. Recordó sus calzoncillos de Pokémon, comprados a propósito para espantar a Ilona, y se avergonzó. Solo se desnudó de cintura para arriba y se tumbó en la camilla. El albornoz cubría sus glúteos y parte de las piernas, de modo que su secreto seguía a salvo. Apoyó la cabeza en el hueco especial y, para oír mejor a las chicas, se movió un poco el turbante de la toalla que le cubría las orejas. El rostro empezó a arderle. Rezaba porque aquella misteriosa mascarilla no le arrancara la piel.
Una tela le cubrió la espalda. Sintió un ligero olor a humo y un calor inmediato que lo envolvía. Levantó la cabeza y miró hacia atrás de reojo: la tela sobre sus hombros ardía. Sobresaltado, le preguntó a la masajista:
—¿Qué está haciendo?
—Masaje con fuego. No se preocupe, todo estará bien. —Ella apagó las llamas con otra tela—. Solo es alcohol. El fuego calienta la piel y abre los poros. El procedimiento se realiza en varias fases.
La mujer volvió a encender la manta y esta vez las llamas le cosquilleaban la piel con insistencia. Habría resultado agradable si no fuese por el insoportable escozor de su cara. Apenas lograba escuchar de qué hablaban las chicas, hasta que oyó su nombre y aguzó el oído.
—¿Y por qué precisamente Antón? ¿Por qué decidiste casarte con él? —preguntaba Nastia.
—¿Y por qué tú elegiste a Apolo? —replicó Ilona.
Ella se resistía a revelar sus secretos. El calor en la espalda de Antón se convirtió en un sol abrasador, como si metal fundido, y no tela, lo estuviera cubriendo. Se mordió los labios para no gritar. Por suerte, mientras Nastia ensalzaba a su prometido, la masajista apagó el fuego a tiempo.
Al hombre se le vino a la memoria el chile que había quemado su boca hacía poco. Ahora parecía haber tomado posesión de su rostro, dispuesto a arrancarle la piel viva. La cara se le había entumecido y sentía como si diminutos insectos corrieran sobre ella. Incapaz de soportar más, preguntó:
—¿Qué cremas son esas que hay en la mesa? Me arde mucho la cara.
—¿Cuál aplicó usted? Allí hay mascarillas nutritivas, crema depilatoria y humectantes.
La masajista volvió a prender fuego a la tela. Antón no podía llamarlo masaje, sino más bien un espectáculo pirotécnico. Se tensó y recordó de dónde había tomado la crema blanca que ahora parecía un veneno mortal.
—Cogí de aquel cuenco verde.
—¡Dios mío! —la mujer se llevó las manos al rostro—. ¡Pero si eso es crema depilatoria! ¿Cuánto tiempo la lleva puesta? Hay que enjuagarla enseguida o si no…
Lo que ocurriría después ya no lo escuchó. Su cara era un verdadero infierno. Incapaz de resistir el dolor, se levantó de golpe y, con las telas aún encendidas sobre la espalda y el albornoz atado a la cintura, se lanzó a la piscina, atrayendo todas las miradas.
Se sumergió bajo el agua, pero el alivio no llegó. La espalda ya no ardía como un sol rabioso, pero el rostro seguía sin sentirlo. Se quitó la toalla de la cabeza y empezó a frotarse con ella, tratando de retirar la siniestra crema. Notó diminutos pelitos pegados a la tela y, presa del pánico, se tocó la cara. La habitual barba incipiente de sus mejillas había desaparecido, igual que sus pobladas cejas.
—¿¡Antón!? —el grito sorprendido de Ilona lo obligó a mirarla. Ella estaba sentada en un diván, sosteniendo el albornoz contra el pecho. Sus ojos desbordaban sorpresa y furia.
Él negó con la cabeza:
—No, no soy yo… —y de inmediato se dio cuenta de la estupidez de su respuesta. Nadie podía ya dudar de su identidad. Bajó la cabeza, culpable, y siguió lavándose la cara.
Te agradeceré mucho si le das un like y te suscribes a mi página. ¡Tu atención me inspira!