¿cómo deshacerse de una chica?

36

La cena resultó realmente tranquila, y el tema principal fue el mal tiempo que había obligado a cerrar todas las pistas de esquí. Todos esperaban que al día siguiente la situación mejorara y la tormenta de nieve amainara. Al decirlo, Eduard lanzó a Ilona una mirada sospechosa, y Antón entendió al instante: estaba tramando algo.

Después de la cena, en la que celebraron el aniversario de relación de Nastia y Apolo, todos se retiraron a sus habitaciones. Y llegó el momento que Antón tanto temía: sabía que tendría que compartir la cama con Ilona. Había inventado mil excusas por si la chica intentaba acercarse, pues sabía que, si se permitía esa debilidad, tendría que olvidarse tanto de Nastia como de su vida de soltero.

La joven tomó la ropa que había doblado en cuadrados perfectos y se dirigió al baño.

—Voy a darme una ducha, este viaje me ha dejado agotada.

Antón no contestó. Se limitó a observar en silencio cómo aquella silueta delicada desaparecía tras la puerta. Rápidamente se desvistió y se metió en la cama, decidido a fingir que dormía, con la esperanza de que ella no lo despertara.

Ilona tardó tanto en regresar que el sueño comenzó a apoderarse de él de verdad, cuando al fin la muchacha entró en la habitación. A la luz tenue de la lámpara de noche, alcanzó a verla acercarse a la cama. Vestía un cálido pijama rosa con copos de nieve que ocultaba cualquier curva tentadora de su cuerpo.

Apagó la lámpara y se tumbó en el borde del colchón, lo más lejos posible de él. Tiró de la manta hacia sí, dejándole a Antón apenas un trozo diminuto que no cubría nada. El hombre decidió que prefería pasar frío a que Ilona descubriera que estaba despierto.

Pero pronto se arrepintió de su decisión. El frío se le coló en la piel y un escalofrío lo recorrió entero. Se giró hacia ella y se encontró peligrosamente cerca de su cuerpo. Apenas unos centímetros los separaban; un movimiento involuntario bastaría para rozarla, y aquel contacto le parecía venenoso. Ella yacía de espaldas a él, inmóvil, como si durmiera.

Sin embargo, en realidad, el sueño no terminaba de vencer a Ilona. La cercanía de Antón la mantenía en vilo, temerosa de que quisiera algo más. Había inventado mil excusas, aún no estaba preparada para ese tipo de relación con él, y aquel único instante que los había unido, habría preferido olvidarlo. Había pasado tanto rato en el baño precisamente esperando que Antón cayera rendido. Y sus expectativas se habían cumplido, pero ahora sentía el calor de su respiración en la nuca, que la perturbaba. Dormía intranquila, evitando cualquier movimiento.

Al amanecer, Antón despertó con sorpresa: Ilona dormía sobre su brazo, completamente entumecido. No supo en qué momento lo había atrapado. Su cabello dorado se desparramaba en mechones sobre la almohada y su rostro somnoliento, relajado y sereno con los ojos cerrados, parecía inocente y desprotegido. Pero él no olvidaba su culpa: Ilona quería ponerle el yugo del matrimonio, y no pensaba permitirlo.

La rabia le invadió el pecho y, sin poder contenerse, dio un tirón brusco para liberar su brazo. Calculó mal la fuerza y la empujó. De repente, Ilona cayó al suelo. El golpe contra la alfombra resonó sordo. Ella se incorporó desconcertada, de rodillas, llevándose una mano a la cabeza.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé, acabas de caerte —respondió Antón, esforzándose en sonar inocente y preocupado. Ni pensaba admitir su culpa—. ¿Te has hecho daño?

—Creo que no. Interesante manera de empezar el día.

Ilona se levantó y corrió a abrir las cortinas. La luz del día inundó la habitación y ella dio saltos de alegría, olvidando por completo el ligero dolor.

—¡Hurra! ¡Ha dejado de nevar! Hoy conquistaremos las pistas de esquí. Voy a ducharme.

La chica desapareció tras la puerta y Antón se estiró con pereza. ¿Conquistar las pistas? Lo dudaba. Conocía bien sus habilidades sobre los esquís. Solo una vez se había puesto aquellos diabólicos tablones imposibles de dominar. Tras incontables caídas, se había prometido: nunca más.

Después del desayuno, toda la familia Zagariuk alquiló esquís y a Antón no le quedó otra que imitarlos. No iba a confesar que no sabía manejar aquellas armas mortales, y menos delante de Nastia, ni darle otro motivo a Apolo para burlarse.

Llegaron a los telesillas de cuatro plazas. Como era de esperar, a Antón le tocó sentarse junto a Ilona, aunque hubiera dado cualquier cosa por cambiarla por Nastia, que iba con Apolo y los padres en el asiento delantero.

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