Ilona, con los guantes negros, se aferraba con fuerza al pasamanos. Un asiento la separaba de Antón, que deliberadamente había evitado sentarse a su lado. El paisaje montañoso era impresionante: como si una manta blanca y esponjosa de nieve lo cubriera todo, transmitiendo una paz infinita.
Ilona sacó el teléfono del bolsillo y empezó a hacer fotos. Tuvo que quitarse los guantes, pues la pantalla no respondía a su tacto. Por supuesto, no podían faltar los selfies, y como no quedó satisfecha con el resultado, le tendió el móvil a Antón.
—¿Me haces una foto?
Antón asintió resignado, preparándose para una tortura de una hora, convencido de que tampoco estaría contenta con esas imágenes. Ella se sujetó con una mano al pasamanos helado y forzó una sonrisa. Con esa mueca, él ni siquiera quería tomar la foto.
—Ilona, sonríe de manera más natural. Ahora mismo tienes cara de haber chupado un limón.
—Lo intento, pero el metal está casi congelado, me quema la mano.
La joven frunció aún más el gesto, aunque en su opinión era una sonrisa encantadora. Antón no quiso destruir esa ilusión y le hizo varias fotos idénticas. Sabía que de todas formas lo culparía de que habían salido mal. Le devolvió el móvil, preparándose para escuchar su descontento. Pero ella no lo tomó de inmediato. En su rostro apareció el pánico y su voz tembló.
—Ay, no puedo despegar la mano del pasamanos… se ha quedado pegada.
Capítulo 19
El hombre sonrió, sin entender semejante broma. Con gesto indiferente, guardó el teléfono en su bolsillo.
—Entonces te quedarás aquí hasta la primavera.
—No es gracioso, hablo en serio.
Y solo cuando vio lágrimas asomando en los ojos de Ilona comprendió que no mentía. Para asegurarse, se cambió de asiento y tiró de su mano. Ella gritó:
—¡Duele! No quiero dejarme la piel aquí.
Antón se dio una palmada en la frente. No sabía cómo ayudarla y toda la situación le parecía absurda. Agitando los brazos, como si se quejara al cielo, no contuvo su asombro.
—¿Cómo ha podido pasar? En serio, ¿cómo es posible?
—No lo sé, ya sabes que siempre tengo las palmas sudadas. ¿Lo olvidaste? Pero esto nunca me había pasado… Me arde la piel. ¡Dios mío, no quiero quedarme sin mano!
—No digas tonterías —su tono sonó irritado, pero al ver una lágrima solitaria resbalando por la mejilla de la muchacha, comprendió su error. Trató de tranquilizarla—. Algo se nos ocurrirá. Necesitamos agua caliente.
Mientras tanto, el telesilla llegó a la cima y era momento de bajarse. Al verla con los ojos enrojecidos y aquel aire desdichado, Antón sintió compasión. No podía dejarla allí, atrapada en aquel asiento que para ella se había convertido en una prisión. Bajo las miradas sorprendidas de los Zagariuk, el telesilla con sus pasajeros comenzó el descenso de regreso.
Ilona lo miraba como a su última esperanza, como a una tabla de salvación. Entonces sonó su teléfono con una melodía alegre. Antón lo sacó del bolsillo y al ver el nombre en la pantalla, sintió que el corazón se le desplomaba hasta los pies.
—Es tu padre.
—Contesta tú… Yo no puedo hablar ahora.
Antón tragó un nudo de miedo y apagó la llamada.
—No es momento de charlas, tenemos que liberar tu mano.
Puso sus dedos sobre la palma helada de Ilona. Intentó darle calor y, inclinándose, empezó a soplar sobre ella. Poco a poco, el calor de su aliento fue liberando la delicada mano del gélido cautiverio. Desde los bordes hacia el centro, el aire cálido penetraba hasta que finalmente la piel se separó del metal.
Ilona seguía llorando mientras flexionaba y extendía los dedos para reactivar la circulación. A sus ojos, Antón era ahora un héroe, un salvador. Él le sostuvo la mano entre las suyas y trató de darle más calor.
—¿Ves? No ha pasado nada grave, ni siquiera se te ha puesto morada.
Ilona sollozó, y Antón entendió que había dicho una tontería. Reanudó el masaje de los dedos, soplando de vez en cuando.
—Ya está, te vamos a calentar.
Entregaba todo el calor que podía. Sentía el temblor de la joven y no prestaba atención a su propio móvil, que no dejaba de sonar. Ilona experimentaba un cosquilleo, como si miles de agujas de hielo atravesaran su piel. Pero el contacto de Antón era sanador, la reconfortaba, devolviéndole la vida.
A sus ojos, él era fuego, cuidado, ternura, una llama que encendía chispas en su corazón. Él levantó la cabeza, y ella se perdió en el verde de sus ojos. Esa mirada la atraía, la hipnotizaba, y ya no pudo controlarse.
Rendida a un hechizo invisible, Ilona se inclinó hacia los labios del hombre, que de pronto se volvieron irresistibles.