Antón se giró bruscamente, como si de repente hubiese visto algo increíblemente interesante en las laderas de la montaña. Por un instante, Ilona cerró los ojos con resignación; comprendía que él no la amaba, que ni siquiera le gustaba, y que su corazón estaba para siempre cerrado para ella. Esa certeza le desgarró el alma.
Se estaba acostumbrando a ese chico. Por primera vez en muchos años había logrado confiar, aunque fuera un poco, en alguien, y aquella muestra tan abierta de indiferencia mataba cualquier esperanza. No le quedaba más remedio que repetirse a sí misma: solo es un marido temporal, un arma para salvarme de Klimiuk.
Antón le tendió el guante:
—No te lo quites más. Está prohibido para ti.
Ella se lo puso en silencio y no se atrevió a mirarlo. Temía que hubiese adivinado su intención y se reprochaba su imprudencia. Ni siquiera entendía ella misma la razón de su acto.
El telesilla llegó a la cima y, sin dudar, Ilona saltó de inmediato. Se acercó a su padre, cuyo severo mirar la atravesaba como un rayo. Se volvió y vio a Antón, que bajaba del remonte con cierta torpeza.
El hombre perdió el equilibrio y cayó de bruces en la nieve. El asiento del telesilla pasó a apenas unos centímetros de su cabeza. Por miedo a ser golpeado por el aparato, Antón reptó a un lado, dejando tras de sí huellas torpes en la nieve. Solo cuando se sintió a salvo se puso en pie y se sacudió, sujetándose a los bastones de esquí para luego dirigirse hacia los Zagariuk, cuya presencia comenzaba a irritarle sobremanera.
Apolón no pudo contener un comentario mordaz:
—¿Decidiste descansar un poco en la nieve?
Antón comprendió que todos habían presenciado su vergonzosa caída. Eduardo no esperó respuesta, sino que exigió explicación a lo que le inquietaba:
—¿Por qué no bajaron la primera vez? Los llamé a los dos, pero mis llamadas fueron ignoradas con descaro.
—Papá, fue culpa mía. Mi mano se quedó pegada al barandal de metal y Antón estaba ayudándome a soltarla.
Se oyó una risita aguda, pero Zagariuk no mostró emoción alguna. Al contrario, se ensombreció más y alzó la voz:
—No me sorprendería que tales disparates vinieran de Varnovski, pero de ti, Ilona, no lo esperaba. Antón te está influyendo de mala manera.
—Pero digo la verdad —la chica se turbó y, tratando de demostrar sus palabras, se quitó el guante y le mostró la mano—. Mira, la piel aún está enrojecida.
Eduardo miró la palma con desconfianza. No parecía convencido, así que Nastia decidió intervenir.
—¿Y si nos vamos ya? No vaya a ser que Ilona vuelva a quedarse pegada a algo. Ayer ya perdimos el día entero por la ventisca, hoy quiero recuperar el tiempo.
Zagariuk asintió y Nastia empezó a deslizarse cuesta abajo con sus esquís. Apolón, por su parte, dio una vuelta ostentosa alrededor de Antón, presumiendo de habilidad:
—Nos vemos abajo. Espero que esquiar se te dé mejor que pasear en telesilla.
Retrocedió unos metros, giró con destreza y se lanzó por la pendiente. Bajaba con una seguridad impecable, y Antón no pudo evitar sentir un atisbo de envidia. Sabía que debía demostrarle a Nastia que era mejor que su arrogante prometido, pero el esquí no era, precisamente, el terreno donde brillar.
Se unieron a ellos los demás Zagariuk, y Antón observó cómo descendían. Se repetía a sí mismo que no tenía nada de complicado, que lo esencial era mantener las piernas juntas para que no se le abrieran. Aun así, sentía la nieve resbaladiza bajo los pies y le costaba mantener el equilibrio. Se consolaba al pensar que al menos llevaba bastones, su único apoyo para evitar un ridículo estrepitoso.
La pista le parecía un camino hacia la muerte, y la pendiente, aunque protegida por vallas de red roja, no le inspiraba ninguna confianza. Finalmente se decidió: se impulsó con los bastones y se lanzó. Sus esquís se cruzaron de inmediato.
Se detuvo con esfuerzo, clavando los bastones en la nieve. Volvió a alinear los esquís y repetía para sí mismo que no había nada de qué asustarse. Llenó sus pulmones de aire y exhaló como si fuera su último suspiro.
En ese momento, un adolescente pasó a su lado y lo rozó con la mano. Varnovski perdió el equilibrio y los esquís se precipitaron hacia abajo, arrastrándolo. Ni siquiera alcanzó a coger los bastones, que quedaron clavados en la nieve. Sus piernas parecían no responderle, eran como ajenas, y por más que intentaba, no lograba dirigir la trayectoria.
Se consolaba pensando que al menos no estaba cayendo. Vio acercarse las vallas y se alegró, confiado en que lo detendrían. Pero al chocar contra ellas perdió el equilibrio y, volcando por encima de la barrera, cayó aparatosamente, quedando los esquís enterrados en la nieve.