¿cómo deshacerse de una chica?

39

Sintió de inmediato un dolor punzante en la pierna, cerca del tobillo. Se sacudió la nieve, como si aquellos diminutos copos le estorbaran demasiado, e intentó ponerse en pie. El dolor se intensificó hasta volverse insoportable. Abandonó los intentos inútiles y masajeó la zona dolorida. No mejoró en absoluto.

A sus espaldas retumbó una voz grave y severa:

—¿Está bien? Con sus habilidades le está prohibido bajar por esta pista. Le ayudaré a levantarse.

Antón se giró y vio a un instructor. Sus cejas pobladas estaban fruncidas y lo observaba con gesto severo. El hombre no pudo evitar sentir un poco de envidia: él también había tenido antes unas cejas así de espesas; ahora solo le quedaba esperar a que volvieran a crecer.

El instructor le tendió la mano y lo ayudó a ponerse en pie. Antón parecía un pajarillo que apenas aprendía a caminar. Una vez erguido, el dolor persistía. El hombre negó con la cabeza:

—Será mejor que se quite los esquís. Apenas puede mantenerse en pie, no entiendo cómo pretende bajar.

Antón se inclinó y liberó sus botas de las fijaciones. Subió la pernera del pantalón y bajó el calcetín. Junto a la articulación se había formado una leve hinchazón. Se dio una palmada en la frente:

—Esto no pinta bien.

—Debe ver a un médico —dictaminó el instructor, mientras hacía una llamada telefónica.

Por un lado, Antón se consolaba pensando que ahora tenía una excusa perfecta para no volver a ponerse los esquís y evitar confesar su falta de destreza. Pero, por otro, no lograba imaginar cómo podría acercarse a Nastia en esas condiciones.

Al cabo de unos minutos, por una pista especial llegó una moto de nieve. Un hombre vestido con uniforme rojo con franjas blancas y botas enormes se bajó al suelo helado.

—¿Qué le ha pasado?

—Pues eso, que no sabe usar los esquís y se metió en esta pista. Se ha hecho daño en la pierna —explicó el instructor, intentando escoger las palabras más amables para no llamarlo con algún adjetivo demasiado pintoresco.

El hombre del uniforme se rascó la nuca:

—De acuerdo, súbase, lo llevaré a la enfermería.

A Antón no le quedó más remedio que sentarse detrás y aferrarse al desconocido. Rodeó con ambas manos su torso firme, rezando por no caerse. La moto de nieve avanzaba despacio, sin las curvas cerradas que tanto temía.

Llegaron a la enfermería y el conductor lo ayudó a bajar, sujetándolo del hombro, pues el dolor se había intensificado y cargar peso sobre la pierna resultaba una tortura.

De repente apareció Ilona. Se la veía preocupada, y mientras se ajustaba nerviosa los guantes, preguntó:

—¿Qué ha pasado? Te esperaba al pie de la pista y vi que cambiaste los esquís por una moto de nieve.

—Tuve una mala caída. Me duele la pierna, así que me trajeron aquí.

La chica lo miraba con una mezcla de severidad y desconcierto, como se mira a un niño pequeño que acaba de meterse en líos. Se quitó los esquís y lo siguió dentro de la enfermería.

Para sorpresa de Antón, no lo recibía una doctora despampanante en bata corta, sino un joven médico. Con el rostro perfectamente afeitado y el cabello rubio recortado en las sienes, parecía aún más joven de lo que era en realidad. En sus ojos azules brilló un destello de interés al posarse en Ilona. Como si Antón no existiera, el médico se dirigió directamente a ella:

—Veo que le gustó tanto este lugar ayer, que hoy decidió volver. ¿Quiere que le recete otra vez pastillas para el estómago?

—No, vine con un herido. Por favor, revise su pierna —respondió Ilona con una sonrisa cordial, lo que despertó la ira de Antón. No entendía por qué debía sonreírle a aquel mocoso recién salido de la facultad.

El médico asintió y Antón se acomodó en el diván. Se quitó la bota y el calcetín, y su pie frío quedó entre las manos cálidas del doctor, que apretaba deliberadamente distintos puntos mientras preguntaba si dolía. Aquella actitud lo irritaba: si no doliera, no habría venido aquí, pensaba con rabia.

El rubio se volvió hacia Ilona con expresión interesada:

—No se preocupe, su amigo tiene solo una distensión de ligamentos. En unos días estará bien. Le pondré un vendaje.

—Soy su prometido —soltó Antón de golpe, sin saber ni por qué, y al instante se mordió la lengua.

Quizá a ese jovenzuelo le gustara tanto Ilona que estaría dispuesto a casarse con ella, y él quedaría libre al fin. Pero el tipo le resultaba tan insoportable que ni siquiera deseaba verlo cerca de ella por un motivo tan noble.

Aun con la presencia del supuesto prometido, el médico continuaba charlando animadamente con Ilona mientras colocaba una compresa fría sobre la pierna lesionada:

—Siempre pasa lo mismo, las chicas guapas están casadas o comprometidas.

Ilona sonrió con evidente satisfacción. Antón gruñó con fastidio. Jamás habría imaginado que un piropo tan trillado pudiera complacerla. Incapaz de contenerse, replicó:

—Mejor dedíquese a curar a los pacientes en lugar de mirar a las guapas, y más aún si son mujeres ajenas.

El médico, como vengándose, presionó con fuerza la pierna y Antón soltó un grito. Con gesto satisfecho, se justificó:

—Hay que aguantar un poco, enseguida pongo el vendaje. Necesita reposo. Lo ideal es inmovilizar la pierna, mantenerla más alta que la cabeza, por ejemplo sobre una almohada, y no moverla.




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