Sin decir nada y sin siquiera mirar a Antón, desapareció tras la puerta.
Ilona no sabía si aquel hombre buscaba los problemas él mismo o si estos lo perseguían a donde fuera. Se convenció de que estaría bien y se dirigió a la pista de esquí.
Cerca del telesilla distinguió a su padre conversando con un desconocido. Cuando el hombre se dio la vuelta, Ilona se quedó paralizada, incapaz de creer lo que veían sus ojos. Era la última persona en el mundo con la que deseaba encontrarse. La gorra negra le cubría las cejas y el cuello del abrigo acolchado le escondía el cuello: parecía un hámster que acababa de salir de su madriguera.
Klimiuk, al verla, sonrió y abrió los brazos de par en par:
—¡Ilonka! Estás guapísima.
Sin darle tiempo a reaccionar, la envolvió en un abrazo como si fueran grandes amigos. La joven le dio unas palmaditas inseguras en la espalda y se apartó con rapidez. Aquel contacto le resultaba punzante y desagradable.
—No esperaba verte aquí.
—Eduard me dijo que estabais de vacaciones y pensé en unirme. ¿Estás sola?
Ilona logró librarse de sus brazos y lanzó una mirada airada a su padre. Sospechaba que en aquella situación él veía algún beneficio para sí mismo. Frunció el ceño y se apresuró a aclarar:
—No, Antón se torció los ligamentos de la pierna y ahora tiene que guardar reposo en la habitación.
—¡Perfecto! Mientras tu prometido se recupera, yo me encargo de divertirte. Ven, quiero presentarte a mis hijos. Están aquí con la niñera.
Sin esperar su consentimiento, Klimiuk la agarró de la mano y no le dejó alternativa. La súplica en su mirada hacia el padre no sirvió de nada, y tuvo que seguir a Oleksandr.
En una ladera suave, destinada a los niños, distinguió a dos que destacaban del resto. Parecían contrariados y, en lugar de deslizarse como los demás, discutían acaloradamente. Una mujer de mediana edad intentaba calmarlos. Ilona no alcanzó a oír de qué se trataba la disputa porque, en cuanto vieron a Klimiuk, ambos callaron de golpe.
El hombre señaló con la mano a un niño de unos doce años:
—Os presento a Sashko y a Snizhanka. Y esta es —asintió hacia la joven— Ilona.
Ella se dio cuenta de que Klimiuk había llamado a su hijo igual que a sí mismo. La niña la observaba con curiosidad, y enseguida notó en ella un parecido asombroso con Oleksandr: los mismos ojos grises, la nariz recta, los labios finos, y bajo el gorro asomaba un flequillo oscuro. No debía de tener más de cinco años, lo que aterraba a Ilona. Sentía un miedo irracional hacia los niños; incluso estando cerca de ellos, no podía evitar sentirse incómoda.
Sashko la miró con el ceño fruncido, entre recelo y desafío:
—¿Eres la nueva conquista de mi padre?