¿cómo deshacerse de una chica?

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Lo dijo con desprecio, censura y absoluta desconfianza. Ilona comprendió enseguida que no sería fácil entenderse con aquellos niños, aunque en realidad tampoco lo deseaba. Se apresuró a responder:

—No, yo tengo prometido. Solo somos buenos conocidos.

—Ajá, eso dicen todas al principio, y luego se aprovechan del dinero de papá y se marchan.

—¡Sashko! —rugió Klimiuk con tal fuerza que Ilona se estremeció—. Basta de tonterías. Id a esquiar.

La muchacha se sentía incómoda. Lo único que quería era marcharse cuanto antes de aquella compañía tan pesada.

—Está bien, quedaos aquí, yo iré a buscar a Nastia. Habíamos quedado en pasar tiempo juntas.

—Voy contigo. No tengo nada que hacer en esta pista para niños.

Evidentemente, Oleksandr no quería pasar la tarde con sus hijos. Ilona no logró convencerlo de lo contrario y tuvo que dirigirse con él hacia el telesilla. Se sentó en el centro y, tras el incidente de la mañana, evitaba incluso rozar la barra de seguridad. Se ajustó los guantes y escondió la barbilla en la bufanda blanca. No pasó desapercibido para el hombre, que le cogió la mano.

—¿Tienes frío? ¿Qué te parece si después de bajar vamos a tomar un café?

Capítulo 21

—No, no tengo frío.

Él hacía todo lo posible por agradarle. Ilona lo notaba en su manera de comportarse, en las palabras, en los toques supuestamente casuales y en sus miradas. Cuando descendía con los esquís, se sentía libre de su compañía. Sí, aquella atención resultaba halagadora, pero ella sabía que no nacía del interés genuino, sino del deseo de unir las acciones de las empresas. Eso le dolía.

Unas cuerdas invisibles le oprimían el pecho y le dificultaban la respiración. Le dolía pensar que, en todo el mundo, entre tanta gente, no hubiese un solo hombre que se interesara en ella por lo que era, y no por el dinero ni por su influyente padre.

Esquiaron hasta casi el anochecer, y Klimiuk no se separó de ella ni un solo momento. Ilona suspiró aliviada cuando su padre invitó a todos a cenar, aunque en realidad era ya más bien una cena que un almuerzo tardío. En el restaurante, encontró la excusa perfecta para alejarse un poco de tanta atención:

—Voy a ver cómo está Antón. También necesitará cenar.

—Vuelve pronto —de labios de Eduard aquello sonó más a orden que a petición.

Ilona asintió y salió del salón. Al entrar en la habitación, vio a Antón tumbado en la cama viendo la televisión.

—¿Cómo estás? ¿No te aburres?

—No, adoro la soledad. Nadie me molesta con preguntas ni con charlas inútiles.

—¿Ah, sí? —Ilona arqueó las cejas. Le pareció una indirecta hacia ella—. No lo sabía de ti. Estamos cenando en el restaurante. ¿Quieres unirte o ya has comido aquí?

Antón no quería perder la oportunidad de ver a Nastia. Habían pasado casi dos días y aún no había hablado con ella. Todo iba en contra de lo planeado: en vez de acercarse a Nastia, cada vez estaba más ligado a Ilona. Sujetando la pierna, se incorporó en la cama.

—No, no he comido. Me encantaría acompañaros.

Bajaron en el ascensor y Antón, cojeando y apoyado en el bastón, hizo una entrada tan aparatosa en el restaurante que no pasó inadvertida para Apolón.

—No sabía que habíamos esquiado tanto como para que envejecieras así en tan poco tiempo.

—Antón se lesionó la pierna en las pistas. Enseguida estará bien —Ilona, como una abogada defensora, lo excusaba, y aquello lo irritaba profundamente. Lo ayudó a sentarse y se acomodó a su lado.

Antón distinguió entre los presentes a Klimiuk. Sabía que era accionista de la empresa y lo había visto en la oficina más de una vez, aunque Oleksandr no trabajaba allí. El hombre, como si hubiera logrado alguna artimaña, se frotó las manos con picardía.

—¿Así que este es el prometido de Ilona? No me lo imaginaba así. Creía que sería un hombre maduro, no un jovencito con las mejillas perfectamente afeitadas.

De tacto carecía por completo. Antón apretó los labios para no soltar alguna pulla. Tras la depilación del día anterior, agradecía al menos que todavía le quedara piel en la cara. Ilona, en un gesto desafiante, entrelazó sus manos con las de él y contestó por ambos:

—Me gustan los hombres más jóvenes que yo. Además, al corazón no se le puede dar órdenes.

Lo dijo con tanta seguridad que nadie se atrevió a replicar.

La cena transcurrió entre los constantes chillidos de los hijos de Klimiuk, que se peleaban sin cesar. Ni la niñera conseguía calmarlos. Solo la mirada severa de Oleksandr lograba contenerlos por unos instantes.

A Antón aquello le daba igual. Con el corazón encogido observaba cómo Apolón cuchicheaba con su amada, y le resultaba insoportable. Quien debía estar a su lado era Nastia, no Ilona con sus palmas sudorosas. La muchacha, sin motivo aparente, lo tocaba de vez en cuando, dejando huellas húmedas en su piel.

Durante el postre, Snizhanka se dirigió a Klimiuk:

—Papá, quiero ir a la pista de patinaje.

—De acuerdo, iréis con Galina.

—Pero yo quiero ir contigo, por favor, papá —la niña tiraba tanto de la manga de su jersey que parecía que iba a arrancársela. Oleksandr frunció el gesto y, con una mirada soñadora hacia Ilona, propuso:

—¿Por qué no nos acompañas tú también? Estar en la habitación es aburrido, y por lo que veo, tu prometido no tiene mucho más que ofrecerte.




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