¿cómo deshacerse de una chica?

48

El estanque se encontraba junto al parque y, con los árboles cubiertos de nieve como telón de fondo, parecía un paisaje de postal. En las orillas se había formado una capa de hielo que transmitía una sensación de calma y serenidad. El sol del atardecer se escondía tras el horizonte, iluminando las figuras de dos personas inclinadas sobre la olla que sostenía el hombre. La muchacha no apartaba la vista de los cangrejos.

—¿No los vas a echar de menos?

—No, son solo cangrejos. La gente normalmente se los come, no los libera. Pero a veces hay que salirse de lo común, ¿verdad?

Ilona asintió y ambos se acercaron al lago. A Anton le pareció poco humano arrojarlos desde esa distancia. Con la punta de la bota tanteó el hielo, comprobando su resistencia. Parecía firme y, al fin y al cabo, no tenía por qué llegar hasta el borde. Dio un paso inseguro y se adentró en la superficie helada. La chica soltó un grito ahogado.

—¿Qué haces?

—No quiero lanzarlos desde aquí, caminaré un poco más y los soltaré en el agua.

—Mejor lo hago yo, soy más ligera.

—No, contigo no pienso arriesgarme. No permitiré que te pase nada —sonó tan protector que Anton sintió la necesidad de corregirse y, como excusándose, añadió—: además, tú eres la que conduce.

Dio otro paso y con más confianza recorrió el resto del trayecto. Se detuvo a cierta distancia de la orilla y sacó un cangrejo de la olla. Se inclinó y lo dejó caer en el agua. Hizo lo mismo con su compañero. Al darse la vuelta, vio a Ilona sonriéndole. Estaba allí, con las manos pegadas al pecho y el rostro iluminado de alegría. Unos mechones rubios se escapaban del gorro y caían tentadores sobre sus mejillas, los vaqueros ajustados dibujaban sus piernas esbeltas y el abrigo la envolvía en un cálido abrazo.

Anton apresuró el paso hacia ella y, al pisar con torpeza, el hielo se resquebrajó. El hombre se precipitó al agua.

El frío le atravesó los huesos como agujas de hielo. Agradeció que no fuese profundo: al ponerse de pie, el agua apenas le llegaba a la espalda. La ropa empapada se le pegaba al cuerpo, atrapándolo en una red helada. Ilona corrió hacia él y le tendió la mano. Anton la agarró sin pensarlo; en ese instante no le pareció húmeda ni desagradable al tacto, sino cálida y salvadora. Salió a la orilla, donde el viento gélido le erizó la piel.

—Rápido, al coche —lo apremió Ilona—. Tienes que entrar en calor. Me he asustado tanto... temía no volver a verte.

Sentándose en el asiento delantero, Anton gruñó:

—Bah, habrías encontrado otro prometido. A Klimyuk, por ejemplo.

—No digas tonterías. Se nota que con este frío el cerebro no te funciona.

Su voz sonaba ofendida. Ilona conducía deprisa, demasiado deprisa para su gusto. Había puesto la calefacción al máximo.

—Quítate la ropa —al ver su mirada de sorpresa, se apresuró a aclarar—: al menos parte. Si no, vas a enfermar.

Anton obedeció en silencio y se quedó solo en pantalones. En un semáforo, Ilona se quitó el abrigo y se lo tendió al hombre tembloroso. Él se lo colocó en la espalda desnuda sin dudar, envolviéndose en cuanto le permitía la prenda. Por un momento lamentó que ella fuera tan menuda y no usara ropa más holgada. En su mente apareció la imagen de su cuerpo esbelto, y tuvo que admitir que era increíblemente hermosa.

Llegaron al edificio y subieron deprisa al piso.

—Date una ducha caliente, yo prepararé té. Necesitas entrar en calor —ordenó Ilona con firmeza.

Ese cuidado ya le reconfortaba el alma. Era la primera vez que una mujer se preocupaba así por su salud. Aunque, conociéndola, Anton sabía que ella se apiadaba de todos, incluso de los cangrejos que habían liberado esa tarde. Sin discutir, se quitó el abrigo y se lo devolvió.

—Está un poco húmedo por dentro, lo siento.

—No pasa nada, lo pondré junto al radiador.

Anton asintió y se metió en la ducha. Los chorros calientes le devolvieron el calor y se sintió renacer, con la esperanza de no caer enfermo. Ese día la mala suerte lo había perseguido. Y si bien no consideraba muy graves el impacto de la pintura ni la caída en el hielo, el rechazo de Nastia lo había golpeado duro. Ella había destrozado su última esperanza, y ya no veía sentido en insistir. A veces le daba ilusiones, para después arrancárselas sin piedad. Anton no entendía esos juegos y decidió apartarse, hacer lo que fuese necesario para dejar de pensar en ella.

Mientras tanto, Ilona puso a hervir agua y extendió la ropa mojada de Anton sobre unas sillas junto al radiador. Entró en el dormitorio y tomó entre sus manos su bufanda. En cuanto Anton saliera del baño, le prepararía un té y se marcharía a casa, con la esperanza de que no enfermara.

Al verlo hundirse bajo el agua, su corazón había latido con violencia, como si quisiera escaparse del pecho. El miedo la había aprisionado con cadenas de hierro, impidiéndole respirar.

Fue entonces cuando comprendió que no le era indiferente. A pesar de su horrible comportamiento, había algo en él que la atraía de manera irresistible. Con temor, aceptó que se había acostumbrado a su presencia y ya no lo veía como un simple medio de evitar un matrimonio no deseado con Klimyuk. Suspiró hondo y escondió aquellos sentimientos en lo más profundo de su alma. Sabía que se separarían en unos meses. Anton no la amaba, y ella no quería arruinarle la vida. Ya se había resignado a la soledad; no tenía sentido alimentar ilusiones de un futuro feliz a su lado.




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