Oyó el chirrido de la puerta del baño. Anton entró en la habitación y se detuvo en el umbral. Solo llevaba un amplio toallón anudado a la altura de las caderas. El pelo mojado se le erizaba en todas direcciones y todo el piso olía a champú. Involuntariamente, la mirada de Ilona descendió hasta su torso desnudo.
El hombre no tenía un cuerpo atlético ni podía presumir de abdominales marcados ni de músculos trabajados, pero tampoco lucía barriga cervecera. Los finos vellos en el pecho le daban un aire de masculinidad, y a los ojos de la muchacha resultaba atractivo. Anton, como sorprendido por su presencia allí, avanzó con timidez hacia el interior de la estancia.
—Pensé que estabas en la cocina. Quería vestirme.
—Vine por la bufanda. El agua en la tetera ya hirvió, solo falta preparar el té, pero no sé dónde lo tienes —Ilona se levantó apresurada, esperando que él no hubiera notado las miradas furtivas que le dirigía. Apretó la bufanda entre las manos y se dirigió a la salida—. Te esperaré en la cocina.
Cuando pasó junto a él, Anton la sujetó por las manos y la obligó a detenerse. Sintió el contacto de sus dedos cálidos en la piel, un calor que recorrió su cuerpo despertando emociones que tanto intentaba reprimir. Sus ojos verdes parecían esmeraldas, brillaban con un destello enigmático. Las pupilas dilatadas delataban interés, y su mirada fija en los labios de ella provocaba atrevidas fantasías. Su voz sonó baja:
—Gracias por todo. Siempre te preocupas por mí, incluso a pesar de lo que hago. Sé que a veces me comporto como un idiota, pero eso no parece asustarte. ¿De verdad eres tan valiente que nunca me abandonarás?
—Es humano equivocarse, y tú no eres la excepción. Me parece que dentro de ti viven dos personas diferentes que no logran hacerse amigas. Yo intento fijarme solo en lo bueno, y de eso tienes bastante.
—Eres increíble —Anton sonrió con ternura y se inclinó hacia sus labios.
Ilona apenas tuvo tiempo de reaccionar; cuando recobró la noción, él ya gobernaba con seguridad sobre su boca. La besaba despacio, con mimo, como si escuchara sus propios sentimientos al saborear sus labios. A ella le gustaba ese beso. No era la primera vez que se besaban, pero esta vez era distinto. Los ojos se le cerraron solos de puro placer, las piernas flaqueaban, el corazón latía con violencia, las palmas sudaban aún más y la razón se retiró, dejando paso a la pasión desenfrenada que la invadió en cuanto Anton posó la mano sobre su cintura.
La bufanda se le cayó de las manos mientras seguía disfrutando del momento. Se sobresaltó cuando él profundizó el beso, empujándola con insistencia hasta hacerla retroceder, sin separar sus labios, hasta que tropezó con la cama. Sus manos se aferraron al borde del jersey y comenzaron a levantarlo. Ilona se apartó asustada, cruzando los brazos sobre el pecho y sujetando la prenda contra su cuerpo.
—No deberíamos hacer esto.
—¿Por qué? —Ilona intentó buscar una razón de peso, pero la mente permanecía obstinadamente en silencio, sin ofrecerle ninguna respuesta convincente. Él la estrechó con más fuerza y, en un murmullo provocador, recordó a pocos centímetros de su boca—: eres mi prometida. Me gustaron nuestros juegos la última vez, y tú misma admitiste que apenas recuerdas nada. Sería bueno refrescar la memoria.
Se abalanzó sobre ella con nuevos besos, haciéndole olvidar todo lo demás. El deseo de sentir sus caricias, sus labios, su aliento ardiente y sus abrazos se volvió insoportable. Ilona quería esa cercanía, quería sentirse necesitada, deseada, parte del alma de alguien. Aunque lo negara, estaba cansada de la soledad que durante años había vaciado su corazón. Con Anton todo había cambiado. Poco a poco, el desierto se transformaba en jardines florecientes.
Trató de no pensar en el futuro ni en cuánto lamentaría ese acto, en cuánto lloraría por un amor desgraciado. Se dejó llevar y entregó ese instante a sus deseos.
Tiempo después, yacía en los ardientes brazos de Anton, disfrutando de su presencia. Hundió el rostro en su cuello, aspirando con avidez su aroma, se pegó a su cuerpo y se sintió frágil entre sus brazos fuertes. Quería que ese momento durara para siempre. Cerró los ojos y lo comprendió: se había enamorado. En su corazón volvía a arder el amor, pero esta vez no era una brasa tímida, sino una llama viva.
El amargo sabor llegaba con la certeza de que sus sentimientos no eran correspondidos. Todo debía haber sido al revés. Él tendría que haberse enamorado de ella, y ella, en cambio, destrozarle el corazón con la separación. Incapaz de contenerse, presionó con más fuerza sus manos contra la espalda masculina, aferrándose a él. El hombre suspiró hondo, obligándola a mirarlo.
Anton yacía con la mirada perdida en el techo, ensimismado en sus propios pensamientos. No necesitaba palabras; Ilona lo entendió todo sin que él dijera nada. Apenas contuvo las lágrimas que se agolpaban en sus ojos y se lanzó a sus labios en un beso de despedida. Lo besaba como si de verdad se despidiera: largo, tembloroso, tratando de grabar ese instante en su memoria. Él respondió con ardor, acariciándole la espalda y atrayéndola aún más hacia sí.
Cuando a ambos les faltó el aire, ella se apartó apenas un poco y quedó atrapada en el torbellino verde de su mirada.
—Ya me voy, descansa.
Ilona pronunció a duras penas esas palabras tan indeseadas y se alejó. No quería agobiarlo con su presencia, sobre todo sabiendo que ya no deseaba su compañía. Pero Anton atrapó sus manos sudorosas y no las soltó; con un brazo aún la mantenía pegada a su cuerpo.
—No te vayas. No quiero que te vayas —con esa súplica encendió en el corazón de la muchacha un rayo de esperanza en un futuro feliz. Y comenzó a cubrirle el rostro de besos, murmurando entre ellos—: si temes a tu padre, yo mismo le diré que pasarás la noche aquí conmigo. Al fin y al cabo, él no se opuso a que compartiéramos habitación en el hotel.