—No, creo que él ya sabe dónde estoy. No quería molestarte con mi presencia.
—No digas tonterías. Reconozco que no me he portado como debía y por mi culpa hemos perdido mucho tiempo. Voy a hacer todo lo posible para no decepcionarte. A partir de ahora todo será distinto. Te trataré como a mi prometida; nadie lo merece más que tú. Perdóname por haber actuado como un idiota.
En el rostro de Ilona se encendió una sonrisa. Le resultaba tan agradable escuchar aquellas palabras, le daban esperanza de que él tampoco fuera indiferente hacia ella. No pudo contenerse y lo abrazó con fuerza, apoyando la cabeza en su hombro mientras sus manos recorrían la anchura de su espalda desnuda. En esos brazos se sentía cálida, protegida, podía percibir el latido de su corazón y el aliento ardiente sobre su nuca. En ese instante todas las palabras sobraban; lo único importante era disfrutar del momento.
Antón la tumbó suavemente sobre la almohada y, inclinándose sobre ella, besó sus labios. Aquella noche se mostraba especialmente tierno y la joven no entendía el motivo. Si antes evitaba sus besos, ahora era él quien pedía más caricias. Como si algo hubiera recordado, se apartó un poco y la miró a los ojos azules, donde danzaban chispas de felicidad.
—Por cierto, ¿cómo te encontró tu padre la noche en que nos conocimos?
—Creo que me rastreó por la señal del móvil. Cuando era adolescente y huía de casa, siempre me localizaban así, hasta que lo descubrí y me deshice del teléfono. Ya sabes que a mi padre le gusta tenerlo todo bajo control.
Él le acarició la nariz con gesto juguetón.
—Ah, ¿entonces eras una rebelde? —un beso rápido en la punta de la nariz provocó la risa de la chica. Ella no negó lo evidente.
—Sí, fui una adolescente difícil, a diferencia de la siempre correcta Nastia. Ella hacía todo lo que papá quería; incluso eligió estudiar economía porque él se lo pidió. Yo, en cambio, no le obedecí y me dediqué al arte. Ahora me repite que con eso no se gana la vida.
Al recordar a Nastia, el semblante de Antón se ensombreció. Liberó a Ilona de sus brazos y se sentó en la cama, dejando los pies en el suelo.
—¿No tienes hambre? Me habías prometido té.
—No sabía dónde buscarlo, pero herví el agua. Aunque seguro que ya se ha enfriado.
Ilona se subió la manta hasta el cuello, ocultando bajo ella su esbelta figura. Observaba cómo él caminaba despacio hacia el armario para vestirse. Sabía que debía hacer lo mismo, pero decidió esperar a que él saliera: aún se sentía cohibida bajo sus miradas ardientes. Antón le tendió una camiseta negra.
—¿Te la pones? Vamos a la cocina a ver qué encontramos, aunque dudo que haya mucho. Quiero disfrutar de la vista de tus piernas bonitas, no las escondas en vaqueros ahora.
Un beso fugaz en los labios la convenció sin necesidad de pensar. Ilona se puso enseguida su camiseta y se levantó de la cama. Caminó tras él, que llevaba únicamente un pantalón deportivo. Antón volvió a poner el agua a hervir en el hervidor y abrió la nevera. Se rascó la nuca antes de preguntar:
—¿Quieres tortilla?
Ilona asintió. Miraba sorprendida cómo él batía los huevos, cortaba embutido, rallaba queso y preparaba la mezcla. No pudo resistirse: se acercó y se pegó a su espalda desnuda, apoyando las palmas en su pecho fuerte. Cerró los ojos y respiró hondo aquel aroma tan familiar que despertaba en ella sentimientos tiernos. Alguna vez pensó que jamás volvería a enamorarse, pero Antón había reavivado en ella ese fuego. Aunque a veces resultara insoportable, su corazón seguía inclinándose hacia él.
Desde el pasillo se oyó el chirrido de una puerta y pasos. Serguéi entró en la cocina y, al ver a Ilona, se quedó inmóvil en el umbral. Su mirada se detuvo en sus esbeltas piernas y, con gesto nervioso, se acomodó las gafas.
—Vaya, no sabía que teníamos visita.
No solo él se sintió incómodo; la chica también, pues la camiseta era demasiado corta y apenas le cubría los muslos. Retiró las manos de su amado y se apartó. Se sentó en un taburete y escondió las piernas bajo la mesa, pensando que así resultaría más recatada. A Antón, en cambio, no parecía preocuparle la presencia de Serguéi: cubrió la sartén con una tapa y lo miró con pereza.
—Sí, soltamos los cangrejos en el lago, así que ya no tienes de qué preocuparte. Ilona se quedará a dormir conmigo. ¿Quieres tortilla? —dijo mientras se metía en la boca una loncha de queso y la masticaba con apetito.
Serguéi dio un paso atrás, aún indeciso, pero no sin antes lanzar otra mirada curiosa hacia la muchacha. Movió las manos con nerviosismo.
—No, cenaré después. Ahora no me apetece.
Desapareció con rapidez por el pasillo y cerró de golpe la puerta de su habitación. Ilona bajó la cabeza, apesadumbrada.
—¿Es que no le caigo bien?
—No digas tonterías, Serguéi se asusta de su propia sombra. Siempre reacciona así con mis chicas.
Ilona apretó los labios sin querer y Antón entendió que había metido la pata. Se acercó deprisa, se arrodilló a su lado y abrazó sus piernas, como disculpándose.
—Bueno, nunca había visto a nadie de esa manera y, como eres mi prometida, tienes todo el derecho a ponerte mi ropa. Me da la impresión de que Serguéi jamás se atreverá a tener una relación.