—¿A quién mirabas?
Suelto un respingo cuando la voz de Maureen me saca de mi ensoñación. Me doy la vuelta para verla de frente y noto que Aarón ya no está a su lado.
—A nadie —contesto.
Evito su mirada y ambas avanzamos con paso lento hacia el salón, yo aún con la respiración entrecortada, por mucho que intento ocultárselo.
—¿Ese nadie se llama Carson? —intentó picarme con tono burlesco.
—¡Cállate! —Susurro—grito mirándola de reojo—. Ya está dentro del salón.
—Entendido.
Enrolla su brazo alrededor del mío y caminamos juntas hasta el final del salón, donde nuestros lugares de siempre nos esperan.
La clase comienza, como todos los lunes, siendo aburrida. Todo es teoría y el profesor hace constantes preguntas.
Sin mencionar que pasa demasiado tiempo cerca de mi lugar porque al parecer notó que sacaba demasiado el celular durante su clase en la sesión anterior.
Miro atentamente al profesor sin prestarle verdadera atención a su monólogo cuando una bolita de papel cae encima de mi cuaderno.
La tomo con cuidado de que nadie más lo note.
¡Te está mirando!
Le doy otra mirada al pizarrón antes de contestar.
¿Tan aburrida estás?
Arrugo la bolita de manera descuidada y la arrojo lo más rápido que puedo, procurando no voltear a ver a Carson en ningún momento. Lo último que necesito es que se entere que estamos hablando de él.
A los pocos segundos, siento otro ligero golpe en mi mano derecha.
Pfff. ¿Tú no?
Como sea, ya no me contaste cómo quedaron las cosas entre tú y él el sábado. ¿Oficialmente le has declarado la guerra o vas a estar fantaseando con él como lo hiciste en el pasillo?
Ruedo los ojos ante su insistencia, con una sonrisa en la cara que borro de inmediato porque no sé qué está diciendo el maestro, pero sé que no es nada que amerite una sonrisa.
Como sea que hayan quedado, no creo que te importe.
Eso no evitará que lo sigas odiando.
No lo odio, simplemente es un idiota, ridículo e infantil, y lo trataré como tal. Entonces, ¿te gusta?
—Señorita Guevara, ¿qué es lo que tiene ahí?
Con rapidez meto el papel en una de mis mangas y pongo el celular encima de la libreta antes de que el profesor llegue a mi lado.
—Mi celular.
Digo lo obvio, dado a que él ya lo tiene a la vista.
—¿Qué era lo que estaba haciendo?
—Viendo la hora.
—¿En serio? Porque la vi muy concentrada como para estar mirado un par de números —contesta de manera mordaz—. Desbloqueé el celular.
Pongo cara de póker mientras hago lo que me pide.
La pantalla brilla enseñado el menú.
Sólo no te sonrojes, sólo no te sonrojes.
El profesor se cruza de brazos confundido, porque no se va a dar por vencido.
—Enséñeme las aplicaciones recientes.
Otra vez sigo sus órdenes con lentitud, pero sin rechistar. En primer plano aparece la alarma, y la otra aplicación aún abierta es la del calendario.
—Sólo estaba viendo la hora —repito poniendo la sonrisa menos falsa que me sale.
—Recientemente he notado que saca su celular de manera continua en mi clase. ¿Me va a decir que todo este tiempo sólo veía la hora? ¿Tanto hoy como el viernes?
—Así es, profesor.
—¿Tan aburrida está? —Resopla.
Me quedo callada, pero sosteniéndole la mirada, que interprete lo que quiera.
Aprieta los brazos, aún más fuerte, frente a su pecho y me mira con fijeza, tanta que tengo que voltear al pizarrón porque no aguanto la intensidad.
Una cosa es pelearme con personas de mi edad que me dan igual y otra jugar a quién—puede—más contra profesores. A grandes rasgos también me dan igual, pero ellos sí me pueden suspender de la escuela.
—Señorita Guevara, usted no solía ser así. No creo que le convenga seguirse juntando con la señorita Seuva.
—¿Qué tengo que ver yo en esto? —Explota Maureen ante la mención de su nombre.
—Estoy seguro de que en algo. Usted no sabe cómo quedarse quieta. No creo que sea buena influencia para Guevara.
Habría dicho algo en mi defensa, pero sé que Maureen se encargará de dejarlo sin palabras ella sola, así miro la hora en mi celular, esta vez de verdad. Quedan cinco minutos.
—¿Así que sólo porque somos amigas yo tengo que ser la culpable si Anya hace algo mal?
—No. Pero no dudo que usted tenga algo que ver con su reciente mal comportamiento.
—Dígame exactamente qué es lo que está insinuando.
—¿Dónde está su celular?
Tanto Maureen como yo arrugamos la frente al entender por dónde va su razonamiento.
—¿En serio creé que somos tan ridículas como para gastar crédito cuando nos tenemos una al lado de la otra?
Está bien que nosotras estamos estudiando en un siglo diferente al que estudió el profesor, pero hay cosas que no pasan de moda, como lanzar papelitos para mantener una conversación discreta.
Que el profesor nos creyera lo suficientemente atrofiadas como para usar el celular hasta para eso duele.
Duele en mi ego y en mi inteligencia.
Pero duele.
—¿Dónde está su celular? —Repite, poniendo una sonrisa retórica, creyendo que nos tiene donde quiere.
—En mi mochila.
—Sáquelo.
Maureen aprieta la mandíbula y baja su mano, metiéndola dentro de su mochila y rebuscando entre sus cosas.
A los pocos segundos saca su celular, apagado.
—Profesor —llamo su atención—. ¿No cree que, si Maureen y yo hubiéramos estado platicando por el celular, eso habría aparecido entre mis aplicaciones?
Su cara se sonroja.
—Pero claro —continuo—, si desconfía de mí, puedo ir ahora mismo con la directora y ver qué opina ella al respecto —finalizo, poniéndome de pie.