―¡Guliver, tetas de manteca, enséñanos a mugir!
Uno dice que llega a acostumbrarse, pero en realidad nunca es así. Al menos en mi caso, se siente como la primera vez, como cuando me ataron de manos y metieron en mi boca una manzana mordisqueada sacada de la basura, me vendaron los ojos, y me dejaron tirado en el área más transitada de la escuela. Risas y burlas, incluso algunos profesores dejaban escapar una sonrisa traviesa. El sentimiento sigue siendo exactamente el mismo; lo que aprendes es a ignorarlo, y yo era un casi experto en eso.
Mamá siempre se excedía en recomendaciones antes de marcharse.
―Recuerda sonarte la nariz, Guliver, querido.
―Sí, mamá.
―Y no olvides lavarte las manos si vas al baño, uno nunca sabe qué gérmenes guarrillos hay por ahí, por Dios Santo.
―Sí, mamá.
―Además no dudes en llamarme si necesi…
―Sí, mamá. ―contesté perezosamente.
―¡Guliver! ¿Me estás prestando atención?
―Em, sí, mamá.
Era la rutina de las mañanas en la entrada principal del instituto. Mamá saca un pañuelo escondido entre sus pechos, despacha la humedad acumulada en su frente y nuca, y después sacudiéndolo en alto, agrega cuando me encuentro ya a unos diez metros de ella:
―¡Y abrígate si hace falta, mi dulce colochito!
Mamá solo intenta hacerlo bien. Todo es muy diferente desde que papá se marchó; cuando nos abandonó, ella no supo qué pensar, y yo no cómo reaccionar.
La directora de la escuela siempre se ha presentado como una mujer recta e intachable. Quien diría que disfruta de visitar páginas de internet para adultos en la comodidad de su oficina. Los chismes se dispersan con rapidez en esta institución, de boca de simplemente niños te puedes enterar de muchas cosas. Creo que todos necesitamos de una dosis de ética contra los chismorreos. Pero también es cierto que al menos ella debe utilizar auriculares cuando tenga sus urgencias en su oficina. Esa mañana se encontraba en el frente de la clase como solía hacerlo una vez cada cierto tiempo cuando la inspiración matutina la visitaba para echar de puerta en puerta por toda la escuela un sermón educacional, u oda al aburrimiento, diría yo.
―… hemos trabajado muy duro, alumnos ―exponía haciendo movimientos de manos enfáticos en cada una de sus palabras―. Y hemos podido lograr hacer de esta una institución respetable. Así que, ustedes estudiantes del sector oeste, son los responsables de levantar el nombre de Theodor Nubescom, la escuela más prestigiosa y alabada desde hace más de ochenta años. Y no tienen escusa. Desde que decidí separar en sectores a niños y niñas el rendimiento académico se acrecentó de forma exponencial. Cero distracciones entonces, chicos. Continúen con sus clases, estudiantes.
El sector oeste para los niños y el sector este para las niñas, separados por un gran muro. Yo no sé si eso ayuda a aumentar nuestro “rendimiento académico”, pero nacimos conviviendo todos juntos, ¿por qué separarnos de las mujeres?; directora loca. El ruidoso timbre que anunciaba el primer receso del día chilló al mismo instante en que la señora directora cruzaba por el umbral del aula. Todos salimos de inmediato sin atender las indicaciones del profesor acerca de la lectura pendiente para la próxima semana. Durante los recesos, me gustaba ir por un aperitivo a…
―Gugú, porcino, ¡el leches! ―gritó por detrás de mí Humber y sus amigos―¿A dónde vas con tanta prisa, Guligú?
Comencé a apresurar el paso hasta encontrarme corriendo aterrado. Sólo pude hacerlo durante diez segundos o menos, es lo más que mis pulmones me permitieron. Uno de los del grupo me rodeó con su brazo el cuello, dos más se encargaron para sujetar mis brazos, y una vez inmóvil, Humber se colocó en frente y levantó mi camisa. La sacó de entre mi pantalón con fuerza, despeinando su cabello por el movimiento.
―¡Hora del baile! Vas a terminar en la enfermería otra vez, ¿te gusta eso, porky? ―sentenció.
―La enfermería de hombres está clausurada, ¿recuerdas la broma de la bomba fétida, Hum? ―agregó el que sujetaba mi brazo derecho.
―Mmm, ya veo, así que mejor aún, ¡irás a la enfermería de las niñitas!
Rieron a carcajadas.
Azotó con una gran bofetada la piel desnuda de mi barriga. «¡Se menea como gelatina!» decía mientras continuaba azotándome vez tras vez. Todos reían excepto yo, yo gemía de dolor.
―¡La careta, Humber, hazle la careta! ―animó uno a mis espaldas.