Recordar a veces suele ser tan hermoso como adentrarse en lo más profundo del mismísimo infierno personal. Intentamos no olvidar cada detalle, para luego rogar no recordar nada de aquellos tiempos que fueron memorables. Son las añoranzas de esos años caminados, los que creemos únicos e irrepetibles, olvidando el presente en medio de un montón de recuerdos inútiles que carcomen nuestro pensamiento hasta casi extinguir la conciencia: de un pasado jamás olvidado, a un presente devastado por recuerdos en vano. Recuerdos felices, de esos que en absoluto hemos olvidado, retornan con cada detalle, cada cosa, cada olor, cada sentimiento que nunca volverán a ser los mismos.
El mundo cambió. Hoy, la tecnología domina nuestros días, aunque no siempre fue así. El orbe sigue siendo el mismo. En nuestro tiempo, las cosas ocurrían cara a cara: era distinto, más, no mejor ni peor. Solo distinto. Más humano en ciertos aspectos, más letal en otros. Y de este modo, la lectura de la vida se escribe ahora a través de una pantalla, preocupándonos más por la apariencia que por la realidad. Más no juzgo la actualidad, ni me afecta esta vida: la vivo feliz. También soy amante de la tecnología.
Camino un poco, pensando en esta vida, colocando cada cosa en su lugar, abriendo cada caja, sacando, limpiando, ordenando cada objeto… pensando en los años y en la vida. En mi nueva vida. En mi nueva casa. En mi destino inesperado hacia un futuro asegurado. Es extraño cómo un cambio en tu vida puede traer de pronto tantos recuerdos, tantos detalles de aquel pasado. Sonrío de vez en cuando, unos segundos apenas. Acabo de volver a mi ciudad, esa que no veía desde hacía años. La vida me llevó a viajar sin rumbo… Vuelvo. Vuelvo a la ciudad que me vio crecer. Vuelvo al lugar donde fui tan feliz.
Me hago tantas preguntas que la alegría me agobia un poco, añorando aquellos años pasados, como si el destino fuera amigo… o enemigo.
Y entonces, cae al suelo un cuaderno antiguo, ajado por el tiempo. Lo tomo entre las manos. Sonrío, esta vez con la locura de quien comprende lo que hizo la vida, con lo que nunca esperó. Sonrío de nuevo. Abro aquel cuaderno. Y comienzo a leer.
Querido diario: Mi nombre es Brisa, y estoy a punto de cumplir mis tan deseados 15 años. Acabo de conocer al amor de mi vida… aunque sé que mi vida no va por el mejor camino. Estoy en medio de esa extraña transición de niña a mujer, lo que complica un poco mi existencia: cambia cómo me veo, cómo actúo… estoy tratando de hacer lo correcto, salir por fin de mi capullo, dejando todo lo malo atrás—es decir, esos 14 años que están a punto de terminar.
Sonreí al recordar a aquel caballero que llenó mi vida. Luciano. Aun sabiendo el desastre que era yo en ese tiempo, igual se fijó en mí. Me miró por dentro… como solo él sabe hacerlo. Era un ejemplo del mal ejemplo. Una encrucijada entre lo que era y lo que quería—o debía—ser. Incluso se lo dijeron: temían por él, por mí. Suena cómico ahora que la adolescencia me tomaba entera, cambiando hasta los jeans gastados y el pelo suelto por algo más femenino. Empezaban a importarme cosas como la combinación de colores, el perfume, los esmaltes… todo lo que, dicen, convierte a una chica en mujer.
La vida era extraña. Seguía siendo una niña, y, sin embargo… todo en mí estaba cambiando. Incluso cumplir 15 años hacía que todo pareciera más precioso, más importante. Quería estar siempre presentable, hermosa. La coquetería hacia los varones comenzaba a revolucionar mis hormonas.
Él, en ese momento, estaba con alguien que le hacía sufrir mucho. ¡Vaya! Qué bueno fue eso para mí, porque todo comenzó una noche de fiesta, en un barrio donde mi hermana tenía una amiga. Íbamos seguidos por allá. ¡Nos recibían tan bien! Por eso, terminamos yendo todos los días.
Estaba por cumplir mis 15 años. Cada día era lo mismo: preparar el vestido, pararme en un banquito para arreglar los últimos detalles, armar los souvenirs, la torta… todo para la gran noche. ¡Mi noche! Todos estarían ahí, mirándome como si fuera la estrella más brillante del mundo. Solo pensarlo me llenaba de nervios. Eran mis 15, no podían ser tan complicados… pero lo eran.
Una etapa nueva. Una de las más importantes en la vida de una mujer.
Me puse de acuerdo con mi hermana. Ella tenía solo tres años más que yo, pero era la encargada de todo: cada detalle, cada invitación. Todo. Invitamos a los chicos del barrio. Todo era puro entusiasmo para Milena, mi hermana. Para mi mamá. Y para mi papá, que no lo decía, pero estaba nervioso también—iba a entrar conmigo y enseñarme el vals.
Recordé todo como si lo estuviera viviendo ahora. Cada cosa volvió, como una de esas vivencias magnas de una adolescente común y corriente. Nada especial… solo una historia más que recordar. En una ciudad pequeña que nadie conocía. No tenía cosas grandiosas, solo era el lugar donde nací, crecí y viví los mejores momentos con mis amigos.
Soñar siempre fue mi gran virtud… o mi gran desventaja. Soñaba despierta. A veces me volvía un poco distraída, y por eso, en la escuela, no era de las más brillantes. De hecho, formaba parte del grupito del fondo—ya sabes cuál: ese que no suele ser el mejor.
Voy a contar esta historia con la simplicidad de una adolescente escribiendo en su diario. Justamente ese que acabo de encontrar, por destino o casualidad. Solo lo encontré.
Y me remonté a ese pasado tan magnífico y especial que, por más que esté lejos, sigue presente. La vida le hace eco a la muerte. Y la muerte le sonríe a la vida. Como si nunca se fueran a acabar.
Solo sonríe. Sonríe a eso que nos dio la vida: los recuerdos. Ese mundo mágico que nos invita a gritar, correr, reír, amar, odiar otra vez… Todo como si fuera la primera vez. Con cada sentimiento. Con cada deseo de saber más de lo que se sabe. Solo viviendo como ayer.