El 24 de diciembre llegó. En casa, parecía una poesía: todo tranquilo, como si todos se amaran. Al entrar en la cocina, la gran ventana estaba abierta. Mi madre, junto a mi padre, en la gran mesa de madera que ocupaba casi todo el cuarto, preparaban clericó y sándwiches de miga. Mi abuela, en su rincón, con un brillo en los ojos… muy feliz sin saber por qué. Los años le habían otorgado el regalo de haber perdido la memoria y creer, como una niña, que vivía en otra época. Tenía Alzheimer, una enfermedad difícil, pero seguía en pie como toda una guerrera.
Los preparativos estaban listos, el asado casi terminado… y era hora de cambiarnos. Sobre mi cama reposaba una pollera celeste con una blusa del color del cielo, que dejaba al descubierto casi toda mi espalda. Tenía brillos hermosos que decoraban mi atuendo con belleza. A su lado, unos suecos celestes y un juego de aros completaban el vestuario.
Todo estaba perfecto.
Tomé la ropa, la vestí como si fuera la seda más delicada y cara del mundo. Me acerqué al espejo. Tomé la brocha, la pasé por mi rostro como si manos sedosas acariciaran cerámica fina. Me puse el arqueador de pestañas, el rímel, el delineador... mis ojos se volvieron grandes y bellos. Por último, el labial: lo deslicé por mis labios como si fueran pétalos suaves. Era feliz. No sabía qué me pasaba. Pero en el fondo… intuía que esa noche sería especial.
Sonreí y me dirigí hacia la mesa, perfectamente adornada, bajo aquella planta de mora que lucía espléndida en su verdor. Sonreí. Tomé asiento.
El reloj marcó las doce. La radio, en cuenta regresiva. Levantamos las copas como si celebráramos el mejor año de nuestras vidas. Luego tendría que ir a casa de mi novio. Sí… él. Me puse triste por un momento pensando en mi gran caballero, pero la felicidad brotó en el alma. Iríamos luego al barrio, a la tan deseada fiesta. Sí, lo vería de nuevo: a mi príncipe. Aquel que me robaba los sueños.
A las 2 a. m. tomé una sidra, agarré a mi hermana, y fuimos a casa de mi novio. Caminamos las dos cuadras que nos separaban. Golpeé las enormes puertas. Del fondo, una señora de porte muy frío se asomó:
—¿Sí?
—¿Está José Luis?
—¿De parte de quién?
—Brisa.
—Ya te lo llamo.
Mi hermana y yo nos miramos, algo cómplices y nerviosas. José Luis apareció. Majestuoso. Altísimo, casi dos metros. De rostro frío. Me tomó del brazo, me alzó y me besó.
—Pasa —dijo.
Yo me moría de vergüenza. La timidez me caracterizaba. No quería entrar a su casa, y mucho menos decirle que esa noche… estaba invitada a una fiesta a la que él no podría ir.
No seas cobarde, no seas cobarde, me repetía por dentro.
Respiré hondo y entré. Al llegar a la sala, algo oscura, él me presentó:
—Ella es Brisa.
—Mucho gusto y feliz día —dije.
—Mucho gusto —respondió su madre, fríamente, y se retiró.
Guau… Qué delicada. Quería salir corriendo de ahí.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó él.
—Aeaaa… no sé —respondí tartamudeando.
—Te pregunto para organizarnos esta noche.
—Mira… estoy invitada a una fiesta en el barrio. Es en casa de una amiga. Algo familiar, en su casa.
Me miró con bronca. Una tensión le cruzó la mirada. Me tomó de los brazos.
—¿Me estás diciendo que te vas con tus amigas?
—Sí. Espero que no te enojes… pará, bajá un cambio.
—No hay drama. Ya me acostumbré a que me dejes por ellas… o por él.
Lo miré sorprendida.
—¿Qué? Solo me voy a juntar con las mujeres…
—No hay drama. Nos vemos… por lo menos se viva.
—OK.
Salí de su casa. Mili me miraba con atención.
—¿Qué pasó?
—Nada.
—¿Se enojó, verdad?
—Déjalo que se muera.
Fuimos al barrio. Todos estaban reunidos.
—¡Hola! ¡Feliz Navidad! —saludamos.
—Tenemos un problema —dijo Ángel.
—¿Qué pasó?
—No tenemos música.
Deliberamos cómo solucionarlo. El lugar era el terreno de Edgardo,
—¿Qué tal si vamos a buscar el equipo de casa? —sugirió mi hermana.
—Estaría buenísimo —dijo Ángel.
—¿Quién nos acompaña?
—Yo voy con ustedes —dijo Luciano.
—Yo también —dijo Ángel.
Salimos en grupo rumbo a mi casa. De pronto, una mano dulce pasó por mi cuello. Era la de él… sí, Luciano. Mi cuerpo se paralizó. El corazón… desbocado.
—Discúlpame… ¿Qué te pasó en el brazo?
—Nada… que yo sepa.
Me abrazó con dulzura.
—¿Podemos hablar un momento?
Agaché el rostro. Recordé las manos firmes de José Luis apretándome los brazos.
—Eres una mujer hermosa y fuerte. No permitas que te haga esto. No te lo mereces.
Miré mi brazo con indiferencia.
—¿Vos decís por esto? Nah… estábamos jugando. Como verás, él es mucho más grandote que yo, y medio bruto… pero nada que ver. Por ahora no me golpea… ja.
Luciano sonrió, aunque sus ojos no creían ni una palabra.
—¿Puedo abrazarte? ¿O se van a enojar con vos?
—No hay drama. Somos amigos, ¿o no?
—Sí…
En ese instante… una sombra nos atravesó.
—Sabes qué… mejor no. No te enojes. Solo que… no sé.
—Está bien. No quieres que Ángel nos vea… ¿Verdad? Temes por su amor.
—No, es solo que…
—Está bien, te entiendo. Eres muy especial. Tanto que me pareces imposible.
Me sentí mal. No sabía qué me pasaba. No lo entendía. Sentía que mi corazón… era de los dos. Raro. Ver a Ángel, tan cerca de mí, protegiéndome en todo… me era imposible no mirarlo con amor. Y Luciano… él era lo más especial que me había pasado en toda mi vida.
Llegamos a casa, retiramos el equipo y volvimos al barrio.