Conexión inesperada

Capítulo 16

El despertador sonó demasiado temprano para el gusto de Mariana. Refunfuñó contra la almohada como si el aparato fuera culpable de su insomnio, pero la sonrisa se le escapó igual: la caída del sofá, las risas compartidas, la confesión inesperada… y esa frase final que todavía le latía en el pecho como una campanada.

—Menuda forma de dormirse… —murmuró, escondiéndose un instante bajo la manta, abrazándose a sí misma como si pudiera retener el calor de sus palabras—. Y yo que no puedo dejar de sonreír.

Se levantó con el pelo enredado, los ojos aún entrecerrados, y fue directa a la cafetera. Mientras el aroma del café llenaba la cocina, se quedó apoyada en la encimera, reviviendo la videollamada. El sofá convertido en trampolín involuntario, las carcajadas, los silencios cargados de algo que ninguno se atrevía a nombrar. Incluso podía recordar cómo había sonado su voz al final, un poco ronca, casi atrevida, soltando aquella frase que la había dejado paralizada.

De repente, su piso, que hasta ayer le había parecido acogedor, se sentía demasiado grande. Y vacío.

Al otro lado de la ciudad, Martín también lidiaba con su propia mañana. La ducha fría intentaba despejarle las ideas, pero lo único que conseguía era que su cerebro repitiera la misma escena una y otra vez. Cerró los ojos y la vio: Mariana, con la cara cubierta de mascarilla verde, riéndose sin poder contenerse.

—Más Hulk, menos spa… —murmuró, sonriendo mientras se secaba el pelo con la toalla.

Entonces recordó lo que había dicho sin pensarlo: “Me encantaría que fuera a la misma cama”. Una confesión tan directa como inoportuna, pero que había salido sola, como un reflejo.

—Muy valiente, Rivas. Y medio colgado también… —se dijo al espejo, negando con la cabeza mientras se ajustaba la corbata—. Pero qué demonios, me encanta.

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Mariana tenía por delante una maratón de reuniones con Diego. Él cargaba carpetas como un burro de carga resignado; ella trataba de no tropezar. Lo peor era estar sin móvil. Se sentía incompleta, desconectada de todo, sobre todo de él.

—Prepárate, que hoy va a ser largo —advirtió Diego al abrir el coche.

—Ya lo sé, ya… —respondió Mariana, agitando el vaso de café como si fuera un amuleto.

—Pero no pareces muy centrada. ¿Todo bien?

Ella desvió la mirada hacia la ventanilla. —Sí, solo… recordando cosas.

—Ajá. Cosas. Muy misteriosa —ironizó él.

Mariana rio bajito, pero los reflejos en los vidrios de los edificios parecían devolverle siempre la misma sonrisa. La de Martín.

Las horas se estiraron entre presentaciones, cafés aguados y tropiezos varios. En la tercera reunión casi derrama agua sobre un portátil, en la quinta olvidó un dato clave y Diego la rescató con naturalidad.

Cuando al fin recuperó su móvil al final del día, lo abrazó como si fuera un tesoro perdido.

—¡Por fin!

—Anda que no lo echabas de menos… —se burló Diego, arqueando una ceja.

Ella lo escondió en el bolso, sonrojada.

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La oficina estaba casi vacía cuando Diego se despidió con gesto cansado. Mariana decidió refrescarse en el baño antes de marcharse. Abrió la puerta, entró, se lavó las manos, respiró hondo. Al girar la manilla para salir… nada.

—No. No, no, no. —Probó otra vez. Tiró, empujó, sacudió la puerta. Nada.

El bolso, con su recién recuperado móvil, había quedado en el despacho. Genial. Golpeó la puerta con frustración.

—¡Hola! ¿Hay alguien?

Pasos. Una voz masculina respondió al otro lado:

—Tranquila, respira. Estoy aquí.

El cosquilleo fue inmediato. Esa voz… tan conocida, tan cercana, aunque su mente se negaba a ubicarla.

—¡La manilla no se mueve! Estoy atrapada —dijo, a medio camino entre la risa nerviosa y el pánico.

—Vale, prueba girar mientras yo empujo desde fuera.

Nada. La puerta seguía clavada.

Mariana suspiró, dejándose caer contra la madera. —Esto no puede estar pasándome otra vez…

Él rio bajito. —¿Otra vez?

—Sí. La última vez también me quedé encerrada. Lo avisé, pero claro… a los jefes no les importa nada.

La carcajada de Martín se escapó sin remedio. Esa manera de quejarse era inconfundible.

—Vaya, alguien debería poner orden entonces.

—Exacto. Pero no. Y aquí estoy, secuestrada por una puerta.

Martín se acomodó en el suelo, espalda contra la madera. Sentía su voz vibrar al otro lado, como si la distancia de unos centímetros fuera más íntima que un metro de frente.

—Bueno, al menos ahora tienes compañía.

—Eso sí… aunque no sé si sentirme mejor o peor.

El silencio que siguió fue sorprendentemente cálido.

Hasta que ella murmuró con sorna: —Ojalá el nuevo Mini Sr. R tomara nota y no me dejara encerrada otra vez.

Martín se quedó helado, divertido. ¿Mini Sr. R?

—¿Mini Sr. R? —repitió, conteniendo la risa.

—Sí, así lo llaman al hijo del Sr. Rivas en la oficina. Menos intimidante que los demás, pero al menos podría hacer caso a los avisos.

Martín sonrió, inclinando la cabeza contra la puerta. —Bueno, por lo pronto, alguien sí te escucha ahora. Y no pienso dejarte sola hasta que llegue ayuda.

Ella suspiró, con una sonrisa que no quiso mostrar. —Está bien. Gracias… aunque esto siga siendo un desastre.

Martín se levantó, sacó el móvil y marcó rápido al de mantenimiento.

—Buenas, sí, ese soy yo. Tengo a una compañera encerrada en el baño de la planta siete… Sí, otra vez. Podéis venir ya, por favor. —Hizo una pausa, escuchando al técnico—. ¿Que tardáis un rato? Perfecto, no hay prisa. —Colgó, sonriendo.

Volvió a sentarse junto a la puerta.

—Ya están avisados.

—¿Y cuánto tardarán? —preguntó ella, resignada.

—Unos quince minutos. O veinte.

—Genial… suficiente para que me dé un ataque de claustrofobia.

Martín rió suave. —No parece que lo lleves tan mal.

—Tú porque estás fuera —replicó ella.

Él se inclinó un poco más, bajando la voz: —Créeme, no estás tan sola como piensas.




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