Lala entró en la oficina al día siguiente con paso ligero, aunque por dentro sentía que no había dormido ni tres horas seguidas. Se había quedado hasta tarde pensando en los mensajes, en cada respuesta rápida de Martín, en cómo su nombre en la pantalla parecía encenderle el pecho. Y ahora, apenas cruzó la puerta de la oficina, notó las miradas de sus compañeros.
—¡Mirá quién llegó temprano por primera vez en la vida! —bromeó Carla, alzando las cejas y señalando el reloj.
—Atención, atención —añadió Javier, golpeando suavemente una taza contra la mesa—. Tenemos un milagro que reportar: Lala en la oficina antes de las nueve. Esto amerita celebración.
El resto del equipo soltó carcajadas cómplices, y ella alzó las manos con una sonrisa forzada. —Bueno, bueno… tampoco exageren. ¿Acaso está prohibido madrugar de vez en cuando?
—No, pero sí es raro —dijo Sofi, que acababa de llegar con un café en la mano—. Algo raro pasó anoche, seguro.
El corazón de Lala dio un salto, pero intentó mantener la compostura. —Nada raro, simplemente… decidí cambiar de hábitos.
—Ajá… —respondió Sofi, con esa sonrisa pícara que lo decía todo—. Entonces madrugar es un nuevo hábito. Entendido.
Los demás volvieron a sus puestos entre risas, pero Sofi se quedó un momento más junto a ella, mirándola con atención. —Te noto… distinta. ¿Contenta? ¿O nerviosa?
—Ambas cosas, quizá —admitió Lala en voz baja, mientras encendía su ordenador.
Diego sonrió y se inclinó para susurrar: —Pues te queda bien. Ese brillo en los ojos no es de café, amiga.
Antes de que Lala pudiera replicar, escucharon pasos firmes en el pasillo. Todos se enderezaron un poco: Martín Rivas acababa de llegar. Alto, impecable, con su carpeta en mano y ese aire de seguridad natural que imponía sin querer. Saludó al equipo con un gesto tranquilo y cruzó la oficina.
Lala sintió cómo la respiración se le aceleraba. Recordó las burbujas, las confesiones y el “Prometido” que había escrito la noche anterior. Y aunque él no le dedicó ninguna sonrisa diferente de la habitual, aunque pasó junto a su mesa con la misma cordialidad que con todos, ella juraría que sus ojos se detuvieron una fracción de segundo más en los suyos.
El cosquilleo en su estómago volvió de inmediato.
Clara, que lo notó todo, le dio un codazo por lo bajo. —Ajá. Ya entiendo por qué madrugaste.
Lala se mordió el labio y fingió revisar unos papeles, aunque no podía evitar que el calor subiera a sus mejillas.
Intentó centrarse en la pantalla, pero cada tanto notaba la presencia de Martín. Él ya estaba en su despacho, con la puerta entreabierta. Se le veía repasando unos documentos, aparentemente serio, aunque Lala juraría que había levantado la vista hacia ella más de una vez.
El móvil vibró discretamente sobre la mesa. Lo desbloqueó con cuidado, escondiéndolo entre las carpetas.
> Martín: “Te queda bien eso de llegar temprano… aunque sospecho que no tiene nada que ver con los correos.”
Lala se mordió el labio, reprimiendo una sonrisa, y respondió con rapidez:
—Lala: “No me provoques. Bastante tengo con las bromas de la oficina como para que tú me remates.”
A los pocos segundos, la pantalla se iluminó otra vez:
> Martín: “Tranquila… para ellos solo te estás volviendo más puntual. Para mí… eres la razón por la que hoy también me apetecía llegar antes.”
Lala apretó el móvil contra la mesa, tragando saliva, antes de volver a dejarlo boca abajo. Sus compañeros ya habían retomado las conversaciones normales, pero el cosquilleo en el estómago era imposible de ignorar.
Cuando levantó la vista, se encontró con la mirada de Martín al otro lado del cristal del despacho. No sonrió, no hizo ningún gesto evidente, pero la intensidad de esos ojos fue suficiente para que Lala entendiera que, aunque nadie más lo supiera, entre ellos ya había algo imposible de ocultar.
La máquina de café zumbaba suavemente mientras el aroma tostado se extendía por la sala. Lala se servía un cortado, concentrada en no derramarlo, cuando escuchó las voces de Diego y Clara que entraban charlando animadamente.
—Vaya, parece que el despacho está de estreno de aires nuevos —comentó Diego, con una sonrisa pícara mientras cogía un vaso de plástico—. El hijo del señor Rivas tiene presencia, ¿eh?
—Presencia y planta —añadió Clara, riéndose—. Vamos, que guapo es un rato. No me extrañaría nada que tenga a medio Madrid detrás.
Lala notó cómo se le tensaban los hombros. Se llevó la taza a los labios para disimular, esperando que el vapor ocultara el leve rubor de sus mejillas.
—Hombre, guapo sí, pero seguro que también es un poco creído —dijo, intentando sonar despreocupada.
Diego arqueó una ceja, divertido. —No sé yo, Lala. Tiene esa pinta de tipo tranquilo, elegante, como que no necesita esforzarse. Eso engancha más que el típico guaperas.
Clara asintió con un suspiro teatral. —Totalmente. Yo lo vi ayer en la reunión y casi me olvido de lo que tenía que decir. Y mira que no soy de ponerme nerviosa.
—Igual tiene a más de una así —rió Diego—. Con esa sonrisa, fijo que hay mujeres esperándole en todas partes.
Lala tragó saliva, apoyando la taza con un poco más de fuerza de la necesaria sobre la mesa.
—Bueno, pues que esperen las demás, porque yo bastante tengo con los informes —dijo, con una media sonrisa que intentaba sonar ligera.
Clara la miró con picardía. —Ay, Lala… pero tú que trabajas más cerca del despacho, nos tendrás que ir contando, ¿eh? Seguro que algo se te escapa.
—Sí, sí —añadió Diego, guiñándole un ojo—. Cualquier detalle será bien recibido.
Lala soltó una risa nerviosa, negando con la cabeza. —No esperéis chismes de mí. Ya sabéis que no me va eso.
—Ya veremos —canturreó Clara, sirviéndose su café—. Pero como se presente con novia un día de estos, vamos a sufrir un poco todas.
Lala se mordió el labio, sin atreverse a añadir nada más. Fingió revisar el móvil mientras removía el café, y justo entonces, como si el destino jugara con ella, vibró con un mensaje nuevo.