Apenas cerró la puerta tras de sí, Lala se dejó caer contra ella, con las llaves todavía en la mano. El corazón le latía con fuerza, como si quisiera salirse del pecho, y sus dedos todavía guardaban el calor del último beso. Una risa nerviosa escapó de sus labios, esa risa mezcla de incredulidad y felicidad, de esas que brotan cuando no sabes si gritar, llorar o bailar de pura emoción.
—Madre mía… —susurró, apoyando la espalda contra la madera—. Esto… esto ha sido demasiado.
El silencio del piso contrastaba con el bullicio de la noche. Allí, entre las paredes conocidas, todo parecía más real y a la vez más increíble. Cerró los ojos y repasó mentalmente cada instante: el paseo bajo las luces cálidas de la ciudad, las manos entrelazadas que le provocaban un cosquilleo constante, el primer roce de labios que la había dejado sin aire, la risa contagiosa de la plaza mientras giraba torpemente, el abrazo cálido que parecía protegerla de todo… y ese último momento frente a la puerta, donde la tentación había estado a punto de romper cualquier barrera de racionalidad.
Se llevó las manos al rostro, escondiendo la sonrisa enorme que no podía controlar. —Vale, Lala… respira —se dijo en voz baja, aunque el nudo en su estómago persistía. Cada recuerdo de la intensidad de Martín la desarmaba, y sin poder evitarlo, su imaginación recreaba los detalles: cómo él había sentido su mano rozando la suya, el calor que transmitía con un simple contacto, la forma en que sus ojos brillaban cuando la miraba, esa mezcla de ternura y deseo que la había dejado atónita.
Se levantó con cuidado, caminando lentamente hacia la cocina. Abrió la nevera sin mirar realmente nada, como buscando una distracción, cerrándola después con suavidad. Su mente, sin embargo, no podía escapar. Cada pequeño gesto suyo había quedado grabado: la curva de su sonrisa, la manera en que movía las manos al hablar, la forma en que inclinaba ligeramente la cabeza cuando se concentraba en algo. Todo eso se reproducía una y otra vez en su mente, y el calor de esos recuerdos se extendía por todo su cuerpo, provocándole una sensación de urgencia dulce y confusa.
Regresó al salón y se dejó caer en el sofá de espaldas, mirando al techo sin realmente ver nada. El móvil descansaba sobre la mesa, silencioso, tentándola con la posibilidad de volver a escuchar su voz, aunque solo fuese por un mensaje. Por un instante pensó en escribirle algo simple, algo que dijera “¿ya en casa?”, pero se rio de sí misma, cubriéndose el rostro con un cojín. —No, ni loca… si lo hago, pareceré desesperada —murmuró, aunque en el fondo sabía que lo único que realmente quería era volver a sentirlo cerca, aunque fuese a través de la pantalla.
El recuerdo de sus manos entrelazadas, el roce accidental de sus dedos y la calidez que transmitían, la manera en que sus ojos la miraban mientras sonreía con complicidad y deseo, todo eso le hacía cosquillas en el estómago. Cerró los ojos y se imaginó de nuevo junto a él, caminando, riendo, dejando que la música y la ciudad los envolvieran, y sintió un temblor interno que le recorrió la espalda. Cada gesto suyo había dejado una marca en su mente, y aunque trataba de concentrarse en otra cosa, todo conducía inevitablemente a un pensamiento recurrente: Martín.
Se quedó unos segundos más en el sofá, respirando hondo, tratando de calmar la mezcla de emoción y nervios, pero era imposible. Cada recuerdo de sus labios, la suavidad de su abrazo, la intensidad de su mirada la mantenían atrapada en un torbellino dulce y eléctrico que no quería ni podía detener.
Martín llegó a su piso con la sensación de que la noche todavía vibraba dentro de él. Cada calle, cada farola, cada rincón de la ciudad parecía haberse quedado con un fragmento de la risa de Lala, con la calidez de su mano, con la electricidad de aquel primer beso. Colocó las llaves sobre la mesa de entrada, pero no se permitió perderse en la rutina habitual de llegar, despojarse de la chaqueta y encender la televisión. No, esa noche todo estaba alterado; cada pensamiento volvía inevitablemente a ella.
Se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre una silla, caminando despacio hasta la cocina, como si cada paso necesitara absorber la realidad de lo que había pasado. Abrió una botella de agua y bebió un largo trago, sintiendo apenas la frescura en la garganta. Se apoyó contra la encimera, los codos apoyados, y cerró los ojos por un momento. Podía escuchar de nuevo la risa de Lala resonando en su mente, sentir el roce de sus dedos entrelazados con los suyos, el calor de sus palmas que aún parecía haberse quedado adherido a las suyas, y el suave temblor que le recorría el pecho cada vez que la recordaba cerca.
—Eres un desastre, Martín… completamente perdido por ella —murmuró para sí mismo, con una sonrisa que parecía no poder contenerse. Su voz grave sonaba diferente cuando estaba solo, más vulnerable, más sincera. Rió suavemente, dejando que el sonido llenara el apartamento silencioso.
Se dejó caer en el sofá, estirando las piernas y recostando la cabeza contra el respaldo. Intentó relajarse, pero era imposible. Cada momento de la noche se reproducía con una claridad casi dolorosa: el paseo por las calles tranquilas, los pasos sincronizados, la risa de Lala mientras giraba torpemente intentando seguir el ritmo de la música, el abrazo que lo había hecho sentir protegido y deseado a la vez, y el beso robado bajo la luz de los faroles, intenso, profundo, como si hubiera comprimido semanas de emociones en un instante. Cerró los ojos y la imaginación lo transportó de nuevo a esa plaza, sintiendo el roce de su cuerpo contra el de ella, el perfume que lo embriagaba, y esa sensación de que todo lo demás desaparecía cuando estaba a su lado.
El móvil sobre la mesa llamó su atención. Parecía pulsar, instándolo a abrirlo, como si supiera que allí estaba la única manera de acercarse de nuevo a ella, aunque fuese a través de palabras. Lo tomó y desbloqueó la pantalla, abriendo el chat con Lala. Los últimos mensajes seguían allí, congelados en la memoria de la conversación, esperando. Por un momento, escribió: “¿Todo bien?”, pero borró el mensaje antes de enviarlo. Luego intentó otra frase: “No puedo dejar de pensar en ti”, y nuevamente la eliminó, riéndose entre dientes. —Si mando esto, la espanto —susurró, aunque en lo más profundo de su pecho deseaba que lo leyera, que sintiera de algún modo lo mismo que él.