Apenas cerró la puerta, Lala se quedó apoyada contra ella, con la sensación de que la madera vibraba igual que su pecho. El clic de la cerradura aún resonaba cuando el aire volvió a escapársele en un suspiro agitado, profundo, cargado del calor de todo lo que habían contenido durante horas. Sentía los labios sensibles, casi hinchados, como si el último beso hubiese sido más que un beso: una declaración, una promesa, un peligro.
Se pasó la lengua por la comisura sin pensarlo. Todavía sabía a él.
—Joder… —murmuró, cerrando los ojos un instante.
Su cuerpo estaba demasiado despierto, demasiado consciente. El silencio del piso no ayudaba; hacía que cada recuerdo llegara más nítido. La manera en que Martín había rozado su cintura, la presión exacta de sus dedos, el leve jadeo que él no logró contener cuando ella respondió al beso con un poco más de urgencia. Ese momento en el portal en el que, si uno de los dos se hubiese inclinado un centímetro más, la noche habría terminado de otra forma. De una forma mucho más peligrosa. Y tentadora.
Abrió los ojos, intentando respirar hondo. El pulso seguía acelerado, desobediente, casi insolente.
Intentó caminar hacia la cocina, fingiendo normalidad, pero cada paso la devolvía a él. A la manera en que la miraba. Martín no solo posaba los ojos en ella: los recorría. Los deslizaba. Y Dios… le gustaba demasiado sentirlo.
Abrió la nevera sin tener sed y la cerró enseguida. Ese gesto le recordó cómo él había inclinado la cabeza apenas unos milímetros antes de besarla, como si estuviera buscando permiso… o conteniéndose. Y ella lo había sentido entero pegado a su cuerpo durante un segundo que la dejó temblando.
“Conteniéndose”.
La palabra le dio un vuelco en el estómago.
¿Y si no se hubiese contenido?
Un escalofrío, caliente, le bajó por la espalda.
Volvió al salón, se dejó caer en el sofá, intentando que el tejido frío del respaldo la aterrizara. No funcionó. Todo en su cuerpo estaba demasiado despierto para apagarse tan rápido. Cerró los ojos y la escena del portal volvió con una claridad que la desarmó: las manos de Martín en su cintura, su respiración rozándole la mejilla, su cuerpo pegado al suyo con esa firmeza que decía más que cualquier frase.
Su nombre —Mariana— escapó de sus propios pensamientos con una intimidad que la estremeció. Él la había llamado así una sola vez, casi sin querer, y sintió cómo el suelo le desaparecía. Mariana no era la mujer que usaba con cualquiera. Era ella cuando el mundo la tocaba de verdad.
Y Martín… la estaba tocando demasiado.
Miró el móvil sobre la mesa. Dudó. El impulso la devoraba. Las ganas eran físicas. Casi dolorosas.
Se mordió el labio inferior.
—No, Lala… no seas cría —susurró, aunque su mano ya estaba estirándose para coger el teléfono.
Durante unos segundos solo lo sostuvo, sintiendo el cosquilleo que le provocaba esa espera absurda, ese “le escribo o no le escribo” que en realidad ya estaba decidido. Finalmente abrió la conversación, respiró hondo y escribió lo que llevaba mordiéndose desde hacía diez minutos:
> Mariana: “Dime que tú también estás pensando en mí.”
El mensaje salió.
Ya no había vuelta atrás.
Martín llevaba apenas cinco minutos en su piso, pero parecía que seguía caminando con el eco del cuerpo de ella pegado al suyo. Cerró la puerta, dejó las llaves en la encimera y se apoyó un instante contra la pared, como si necesitara recomponer algo de lo que Mariana le había desbaratado. Había tenido noches intensas en su vida, pero nada como esa sensación de estar conteniéndose todo el tiempo para no dejarse llevar.
Y con ella… la contención se le hacía insoportable.
Bebió un trago de agua sin sed. Aún podía sentir el perfume de ella en la camisa, ese olor suave, cálido, que le inundaba los sentidos y le revolvía la cabeza. Cerró los ojos un segundo y la imagen apareció: sus labios entreabiertos después del beso, la respiración temblorosa, la forma en que ella lo había mirado como si quisiera más y a la vez no se atreviera a pedirlo.
Martín apoyó las manos en la encimera y dejó escapar una risa baja, incrédula.
—Estoy jodidamente perdido —murmuró para sí mismo.
Cogió el móvil sin pensarlo, abrió la conversación con ella y se quedó mirándola un instante. Su foto. Su nombre. Mariana. El nombre que lo hacía temblar. El nombre que despertaba algo en él que hacía años no sentía.
Escribió algo. Lo borró.
Volvió a escribir.
Lo borró otra vez.
No estaba siendo racional. No quería serlo.
Y entonces vio su mensaje entrar. Directo. Claro. A la altura exacta donde a él más le dolía resistirse.
> Dime que tú también estás pensando en mí.
Martín cerró los ojos y sonrió.
Ella no tenía ni idea de cuánto estaba pensando en ella. Ni del tipo de pensamientos.
Dejó caer los dedos sobre la pantalla sin filtros:
> Martín: “Pensar en ti es quedarme corto. Todavía siento tu boca. Y te juro que me está costando no volver a salir a buscarte.”
Mariana leyó el mensaje de inmediato.
Y él supo, sin necesidad de verla, que se estaba mordiendo el labio.