Conexión inesperada

Capítulo 35

Lala todavía tenía la cabeza apoyada en el hombro de Martín, y él, por fin, había dejado que su cuerpo se relajara, como si todo el peso del día y de la preocupación por su padre se hubiera depositado en ella.

—Vaya… —murmuró él, con la voz áspera y baja—. Ni me di cuenta de que era tan tarde.

Lala levantó apenas la cabeza, observándolo. Sus ojos estaban húmedos y la piel pálida, marcada por la tensión y la falta de descanso.

—Te noto… agotado —dijo con suavidad—. Hoy fue un día muy duro para ti.

Martín suspiró, apoyando la frente contra su hombro nuevamente.
—Sí… no solo el hospital… todo se me vino encima de golpe. Y no quería que lo vieras así…

—Ya lo veo —contestó Lala, acariciándole el brazo—. Pero no tienes que fingir nada conmigo.

Él cerró los ojos, dejándose llevar por el calor de su abrazo.
—No sé cómo lo haces… —murmuró con voz apagada—. Me das calma, incluso cuando yo no la tengo.

Lala le sonrió, apenas inclinándose para rozarle la frente con un beso suave.
—Entonces quédate aquí. Quédate a dormir. —Su voz sonaba firme, pero cargada de ternura—. Puedes descansar tranquilo, sin preocuparte por nada más.

Martín abrió un ojo, sorprendido.
—¿Aquí? —dijo, con un hilo de risa apagada—. No quiero incomodarte…

—No me incomodas —respondió ella—. Al contrario… quiero que estés bien. Ven.

Él dudó apenas un instante, pero la mirada cálida y segura de Lala terminó de convencerlo.

—Es extraño —susurró, mientras cerraba los ojos—, cómo puedo sentirme tan a salvo contigo, aunque todo lo demás se desmorone.

—No es extraño —replicó Lala, acariciando suavemente su cabello húmedo en la nuca—. Es solo que estamos aquí el uno para el otro. Y eso, a veces, es suficiente para que el mundo deje de pesar.

Lala lo tomó suavemente de la mano, y Martín la siguió con pasos lentos, como si cada movimiento requiriera un esfuerzo consciente. Su mirada estaba un poco vidriosa, mezclando cansancio y alivio, y ella sintió cómo un impulso protector la atravesaba.

—Ven, te voy a poner cómodo —susurró Lala mientras lo guiaba hacia su cuarto—. No tienes que hacer nada más que descansar.

Martín asintió apenas, confiando plenamente en ella. Al llegar, Lala apartó con cuidado la manta y las almohadas, dejando un espacio para él en la cama.

Lala lo ayudó a despojarse de la chaqueta del traje, deslizándola de sus hombros con cuidado para no lastimarlo. El gesto, simple y cotidiano, parecía cargado de la necesidad de cuidar de él.

—Déjame ayudarte —susurró, con suavidad, mientras Martín asentía, confiado, dejando que ella tomara las riendas del momento.

Luego, él se quitó los zapatos con movimientos lentos, como si cada paso requiriera un esfuerzo, y suspiró aliviado al sentir los pies libres. Con un gesto cansado, desabrochó la camisa, dejando que los últimos botones cedieran bajo sus dedos. Lala lo observaba con atención, asegurándose de que estuviera cómodo, mientras acomodaba las mantas a su alrededor.

—Listo… —murmuró ella—. Ahora puedes meterte en la cama y descansar.

Martín la miró, con los ojos enrojecidos y el rostro marcado por el agotamiento del día. Su voz sonó baja, casi un suspiro:
—¿Puedo…? —preguntó, y Lala entendió antes de que terminara—. Quiero que te quedes conmigo un rato.

—Claro —respondió Mariana—. No pienso irme.

Se inclinó para ayudarlo a acomodarse entre las sábanas, rodeándolo con cuidado y asegurándose de que estuviera lo más cómodo posible. El simple acto de acercarse, de ajustar la almohada, de cubrirlo con la manta, pareció relajarlo inmediatamente.

—¿Así está bien? —preguntó ella, acomodándole suavemente la espalda y la cabeza sobre la almohada.

—Perfecto… —murmuró él, cerrando los ojos—. Gracias… de verdad.

Ella le sonrió, con ternura.
—No hace falta que agradezcas nada. Solo quiero que descanses.

Lala se acomodó junto a él, sintiendo el calor de su cuerpo y la respiración irregular después de un día tan duro. Colocó suavemente su brazo alrededor de su espalda, ofreciendo soporte y cercanía sin palabras. Martín se dejó caer contra ella, cerrando los ojos, rindiéndose al cansancio y a la sensación de refugio que le ofrecía.

—Te necesito —susurró él, la voz baja, casi un murmullo—.

—Ahora puedes descansar —le susurró Lala—. Yo estoy aquí.

—Gracias… —susurró él, apoyando la cabeza en la almohada con un gesto que mezclaba alivio y vulnerabilidad—. Me hace muy bien que estés aquí.

Lala permaneció a su lado, acariciando suavemente su brazo y ajustando la manta cuando él se movía en busca de comodidad. La noche avanzaba silenciosa, y ambos encontraron, entre respiraciones acompasadas y el calor compartido, un pequeño refugio donde la realidad del día no podía alcanzarlos.

La habitación se volvió un santuario silencioso. La luz tenue de la lámpara de la mesita apenas iluminaba los contornos de la cama, y el murmullo lejano de la ciudad parecía apagarse frente al calor compartido que los envolvía.

Martín respiraba con dificultad al principio, como si todavía llevara consigo el peso del día, pero poco a poco, bajo la calma de Lala, su ritmo se fue haciendo más pausado, más regular.

Martín estaba recostado, con la cabeza apoyada suavemente en el pecho de Lala. Cada respiración que daba parecía más ligera que la anterior, como si, por primera vez en horas, pudiera dejar caer todo el peso del día. Lala lo abrazaba con cuidado, rodeando su espalda con los brazos, como si quisiera protegerlo de cualquier preocupación que aún quedara fuera de la puerta de su cuarto.

Él, a su vez, respondió al gesto con un abrazo propio, envolviéndola ligeramente, buscando la seguridad que solo ella podía darle. Sus dedos se entrelazaron de manera casi instintiva sobre su torso, como si ese contacto pudiera transmitir todo lo que las palabras no alcanzaban.

—¿Me quedaré aquí toda la noche? —susurró él, con voz apagada y un hilo de sonrisa cansada.




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