Conexión inesperada

Capítulo 38

Los días fueron pasando con una rapidez casi imperceptible. La ciudad seguía su ritmo implacable, la oficina, los compromisos y las obligaciones, pero algo había cambiado entre ellos.

Martín y Lala compartían miradas más largas, sonrisas cómplices que surgían en los momentos más inesperados y una cercanía que no necesitaba explicaciones. En los pasillos de la oficina, sus manos rozaban con naturalidad; en las conversaciones por mensajes, los emojis y las palabras tenían un tono que solo ellos entendían.

Sin embargo, ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocer en voz alta lo que sus corazones ya sabían. Era como si dejarlo salir arruinara la magia: cada gesto, cada roce, cada pequeño encuentro se convertía en un juego silencioso de emociones contenidas.

Las tardes de café compartido se sucedían, las risas se colaban entre informes y reuniones, y la rutina parecía más ligera con su presencia mutua. Martín seguía siendo el mismo hombre serio y responsable, pero con Lala se mostraba más relajado, más humano; y Lala, por su parte, descubría en él un lado tierno y vulnerable que la hacía sonreír sin querer.

Aunque la vida cotidiana los empujaba a seguir adelante, cada encuentro, cada mensaje y cada gesto los acercaba más. Y mientras caminaban uno al lado del otro, compartiendo miradas que hablaban más que cualquier palabra, quedaba claro que algo profundo y verdadero había nacido entre ellos, aunque ninguno de los dos aún se atreviera a ponerle nombre.

La oficina estaba casi en silencio, con el murmullo lejano de algunos teclados y el zumbido monótono de la fotocopiadora. Lala se había refugiado en el archivo, buscando unos documentos que necesitaba antes de irse. Caminaba entre los estantes metálicos, con una carpeta bajo el brazo, revisando papeles con la concentración de quien intenta ignorar lo que realmente bulle en su cabeza: Martín.

No lo vio llegar. Martín, en cambio, había esperado a que ella se levantara de su mesa, y la siguió con la excusa perfecta de “casualidad”. La observó unos segundos desde la puerta, sonriendo para sí mismo al verla fruncir el ceño con esa manera tan suya de leer.

Sin pensarlo demasiado, se acercó despacio y, en un impulso que llevaba días reteniendo, la abrazó suavemente por detrás.

—Te pillé —murmuró, casi en su oído.

Lala soltó un gritito ahogado y dio un respingo tan grande que todos los papeles que sostenía terminaron en el suelo, esparciéndose como hojas de otoño.

—¡Martín! —exclamó, llevándose la mano al pecho—. ¡Me has matado del susto!

Él se echó a reír, inclinándose para recoger algunos folios.
—Lo siento, lo siento —dijo entre carcajadas contenidas—. No era mi intención que pareciera un atraco.

Lala lo fulminó con la mirada, aunque la sonrisa se le escapaba por las comisuras de los labios.
—Pues lo parecía. Menudo susto…

Martín, aún agachado, la miró con esa expresión traviesa que a ella le desarmaba.
—Prometo compensarte. —Le tendió los papeles como si fueran un ramo de flores improvisado—. Aunque, para ser justos, siempre quise sorprenderte.

Ella rodó los ojos, intentando mantener la compostura, aunque sentía el calor subirle por el cuello.
—Pues ya lo has conseguido —murmuró, aceptando los documentos—. Pero la próxima vez avisa… o al menos trae café.

Ambos se miraron y estallaron en una risa compartida, de esas que rompían la tensión y la convertían en pura complicidad.
Ambos seguían riéndose bajito, inclinados para recoger los últimos folios desperdigados. El espacio entre ellos se volvió demasiado pequeño, casi inexistente. Cuando Lala alzó la vista, se encontró con los ojos de Martín tan cerca que el aire pareció suspenderse.

—No deberías mirar así —susurró él, apenas audible.

—¿Así cómo? —preguntó ella, con un hilo de voz.

Martín no contestó. Simplemente, en un gesto rápido pero suave, inclinó el rostro y rozó sus labios con los de ella. Fue un beso breve, escondido entre estantes y carpetas, pero cargado de una ternura inesperada, como si llevara días esperando ese instante.

Cuando se separaron, Lala seguía con los ojos muy abiertos, intentando recuperar el aliento.
—Estás loco… —murmuró, aunque en su sonrisa había más complicidad que reproche.

—Puede… —admitió él, con esa media sonrisa que la desarmaba—. Pero solo contigo.

El aire parecía suspendido entre ellos, hasta que un ruido de tacones se escuchó en el pasillo. Ambos dieron un respingo y se apartaron como dos adolescentes pillados en falta. En ese preciso momento, la puerta se abrió y apareció Clara con una carpeta bajo el brazo.

—¿Se puede saber qué hacéis aquí? —preguntó, arqueando una ceja mientras observaba los papeles desparramados por el suelo.

Lala, con las mejillas encendidas, improvisó la primera excusa que se le ocurrió:
—Eh… estaba buscando… el informe de logística. Se me… cayó todo.

Martín, tan serio como siempre, asintió con una compostura impecable, como si nada hubiera pasado.

—Sí, he venido a ayudarla a recoger. Ya sabes, trabajo en equipo.

Clara entrecerró los ojos, sospechando algo, pero finalmente solo bufó.
Cuando volvió a cerrar la puerta, Lala soltó un suspiro de alivio, mientras Martín contenía una sonrisa divertida.
—Eso ha estado cerca… —murmuró él.

Lala lo fulminó con la mirada, aunque sus labios temblaban de risa.
—La próxima vez, procura no besarme en el peor lugar posible.

—Lo intentaré… —dijo Martín, con una media sonrisa traviesa—. Pero no prometo nada.

Lala intentó volver a ordenar los papeles con rapidez, pero sus dedos temblaban todavía. Cada vez que rozaba las manos de Martín al recoger un folio, el corazón le daba un salto traicionero.

—No prometas nada —replicó, con un susurro nervioso—, porque sé que lo vas a hacer otra vez.

Martín arqueó una ceja, divertido.
—¿Y si es lo que quiero?

Lala lo miró, entre incrédula y tentada. Su respuesta quedó suspendida en el aire cuando ambos se agacharon a la vez a por el mismo papel. Sus frentes chocaron con un “clonk” sonoro que los hizo soltar un quejido al unísono.




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