Conexión inesperada

Capítulo 40

El portal olía a lluvia y a tierra mojada. Lala abrió la puerta de su piso con manos temblorosas, consciente de que Martín estaba justo detrás, tan cerca que podía sentir el calor de su respiración rozándole la nuca. Cada paso que daba hacía que el murmullo de la tormenta se filtrara aún más intenso por las ventanas, y con cada trueno, el silencio entre ellos parecía más denso, cargado de anticipación y algo que ninguno quería nombrar todavía.

—Perdona el desastre… —murmuró Lala, empujando la puerta y encendiendo la luz del salón—. La lluvia me ha hecho perder la cabeza con todo esto.

La lámpara iluminó un espacio cálido, aunque con detalles desordenados: un par de cojines en el suelo, una manta mal doblada sobre el sofá y una taza abandonada en la mesa baja. Lala se apresuró a recogerla, como si aquel gesto torpe pudiera disipar la tensión que vibraba entre los dos. Cada movimiento se sentía cargado de significado, como si el más mínimo gesto pudiera romper el equilibrio que había tardado semanas en formarse.

Martín, en cambio, permaneció unos segundos en el umbral, observándola con una sonrisa lenta, casi secreta. Se quitó la chaqueta empapada y la dejó caer sobre una silla, sin apartar un segundo los ojos de ella. Su mirada tenía algo que la desarmaba: un cansancio dulce, una vulnerabilidad que normalmente ocultaba tras su seriedad, pero que ahora parecía pedirle permiso para mostrarse.

—Es el piso más bonito que he visto en semanas —dijo finalmente, con naturalidad, aunque en sus ojos brillaba algo que le erizó la piel.

—No exageres… —replicó ella, tratando de sonar despreocupada mientras dejaba la taza en la encimera. Pero la sonrisa que se le escapó la delató.

Al girarse, lo encontró de pie, aún en silencio, estudiándola con esa intensidad que la dejaba clavada en el sitio. Su cabello estaba húmedo, la camisa pegada al cuerpo, y en sus ojos grises había un cansancio dulce, vulnerable, como si por fin se permitiera descansar en su presencia.

—¿Qué pasa? —preguntó Lala, nerviosa, con un hilo de voz.

Martín avanzó un paso, y luego otro. Cada movimiento parecía volver el aire más denso, más eléctrico. Cuando estuvo frente a ella, le quitó la taza de entre los dedos con una delicadeza que la desarmó y la dejó sobre la mesa, sin apartar la mirada de sus ojos.

—Nada… —susurró primero, con una media sonrisa. Pero enseguida negó despacio, como si necesitara ser honesto de una vez—. No… mentira. Sí pasa. Es que… no puedo dejar de mirarte.

Lala se quedó en silencio, sorprendida, con la respiración atrapada en el pecho.

Martín tragó saliva, como si cada palabra pesara, y su voz salió ronca:

—Eres tan hermosa… y no lo digo solo por cómo luces ahora. Es… lo que me pasa cuando estoy contigo. Me siento distinto, más ligero, como si todo lo que cargo se volviera menos pesado. —Se detuvo apenas un segundo, sonriendo con un matiz tímido—. ¿Sabes que cuando envié ese primer mensaje fue casi por obligación? Tomás me insistió, me dijo que dejara de hacerme el tonto… y al final lo hice.

Soltó una risa breve, nerviosa, y negó con la cabeza.

—Lo que no sabía era que desde ese momento ya no iba a poder sacarte de mi mente.

Las palabras cayeron entre ellos con el mismo peso que un trueno lejano. Lala parpadeó, sintiendo cómo el corazón le golpeaba con fuerza.

Martín no esperó su respuesta. La abrazó de golpe, fuerte, seguro, como quien por fin se atreve a reclamar lo que tanto tiempo había guardado. Ella se hundió en su pecho, cerrando los ojos, y sintió que ese gesto contenía promesa, ternura, y algo más profundo que empezaba a nacer.

El beso llegó lento, cálido y cargado de todo lo que habían callado. Sus labios se encontraron suavemente, creciendo en intensidad, fundiéndose como si cada segundo robado al tiempo fuera un tesoro.

Ella entrelazó los dedos con los de Martín, como si temiera que al soltarlos la magia se desvaneciera. Él la sostuvo por la cintura, acercándola aún más, y cuando se separaron apenas unos centímetros, sus ojos se encontraron en un silencio cargado de significado.

La lluvia golpeaba los cristales con un ritmo constante, como un eco de sus corazones. Dentro, solo existía la calma de saberse a salvo juntos.

—Martín… —susurró Lala, con la voz temblorosa, apenas atreviéndose a mirarlo de frente—. No puedo creer que estemos aquí.

Él acarició su mejilla con el dorso de la mano, lento, como si quisiera memorizarla. Su voz salió baja, ronca, cargada de emoción:

—Yo tampoco… —dijo con una sonrisa que se le quebró en ternura—. Pero ya no pienso soltar lo que siento.

Lala quiso decir algo, pero las palabras no llegaron. En su lugar, lo besó otra vez, despacio, como si esa fuera la única respuesta posible. El cansancio, la lluvia, la incertidumbre… todo se desvaneció en el calor de ese instante.

El beso se prolongó hasta que ambos necesitaron aire. Cuando se separaron apenas unos centímetros, Martín apoyó la frente en la de Lala, respirando agitado.

—Perdona… —murmuró, con una sonrisa que parecía pedir permiso—. No pensaba soltar todo esto hoy.

Lala lo miró con los labios aún temblorosos, sintiendo que el corazón no le cabía en el pecho.

—Pues menos mal que lo hiciste —susurró, rozando su nariz con la de él—. Porque yo tampoco sé cómo dejar de pensarte.

Él soltó una risa breve, incrédula, como si no terminara de creérselo. La besó otra vez, más despacio, con un cuidado que la estremeció, y sus manos se deslizaron por su espalda hasta atraerla aún más contra sí.

Martín se detuvo un instante, con la mirada fija en ella, como si quisiera grabarla en su memoria.

—No sabes lo increíble que eres —murmuró, acariciando su mejilla—. Juro que nunca había sentido algo así.

Lala lo calló con un beso suave, como si no hiciera falta ninguna explicación más.

El silencio era ligero, cálido, hasta que él lo rompió con un murmullo que parecía escaparse sin filtros:




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